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FELICIDADES POR TUS MUERTOS

  • Writer: yesmissv
    yesmissv
  • Oct 1, 2020
  • 4 min read

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Un día me dijeron:


“Felicidades, Vero”.


Siete veces me lo dijeron. Y ésas son siete veces más de las que esperaba escuchar “felicidades” en un velorio, y después en un sepelio. Ambos eventos alrededor de la muerte de mi difunto esposo, por cierto.


No creo que, de verdad, las personas que me felicitaron, hayan querido desearme “felicidades” por una pérdida que, en aquel momento, era tan devastadora y dolorosa.


Después de cada felicitación recibida, un jalón de sus respectivas conciencias (sobre todo de las conciencias de los más conscientes), los trajo de vuelta a la realidad del fúnebre contexto; y, algunos de esos siete dolientes, con visible pena por haber metido la pata hasta la rodilla, también me ofrecieron disculpas. Otros tantos, ni se enteraron de lo que me dijeron.


El gastado, pero apropiado, “te acompaño en tu dolor”, hubiera sido lo más adecuado que podrían haber dicho.


Pero no lo dijeron, y no pasó nada. Para mí.


En ese momento de nefasto dolor, sin más, me di a la tarea de hacerme la sorda y disimular mi sorpresa ante los “felicitadores”, porque supuse que, lo que dijeron, lo dijeron por no saber exactamente qué decir; o porque, por costumbre, mucho de los abrazos que se dan conllevan una felicitación; o bien, porque no estamos acostumbrados a ofrecer nuestras condolencias a menudo. Lo cual podría ser bueno. O no…


Concluyo que, el decir “felicidades” con un rostro desencajado y angustiado, acompañado de lágrimas de empatía (o de heridas personales no cerradas), fue simplemente un desliz de una lengua no acostumbrada a hablar del dolor. Como casi todas las lenguas.


Pero, ¿quién lo sabe realmente…?


Ese día, también me dijeron:


“Pero ya tienes un ángel que te cuida desde el cielo”. “Pero tienes que ser fuerte por tus hijos”. “Pero eres millonaria en amor”.


Cincuenta veces me lo dijeron. Y ésas son cincuenta veces más de las que quería escuchar “pero” en un velorio, y después en un sepelio. Y luego en la vida, que tenía que seguir, después de la muerte de mi difunto esposo.


No creo que, de verdad, las personas que intentaron darme una lección que, por cierto, no les había pedido, hayan entendido que los “peros” ni siquiera causaron mella en mi conciencia, después de una pérdida tan devastadora y dolorosa.


Después de cada lección escuchada, la irreflexión de mi propia existencia (tan abstraída en medio de la irrealidad que trae el dolor), ni siquiera me dejó voltear a ver la realidad de mi sombrío porvenir; y, casi todos esos cincuenta dolientes, con visible orgullo por haber dicho lo correcto, me siguieron ofreciendo razones para no llorar. Sólo unos cuantos se enteraron ahí, medianamente, de lo que me dijeron.


El gastado, pero apropiado, “te acompaño en tu dolor”, hubiera sido lo más adecuado que podrían haber dicho.


Pero no lo dijeron, y pasó mucho. Para mí.


En ese momento de nefasto dolor, sin más, me di a la tarea de hacerme la complaciente y callar mi dolor ante los “aleccionadores”, porque supe bien que, lo que dijeron, lo dijeron por no saber exactamente qué decir; o porque, por costumbre, creemos que nuestras palabras deben llevar siempre una enseñanza; o bien, porque no estamos acostumbrados a acompañar el dolor de los demás con el corazón, y en silencio. Sin decir nada…

Concluyo que, el querer aconsejar a una persona que sólo puede atinar a asentir debido al dolor que atraviesa, acompañado de lágrimas de aflicción (o de heridas personales no cerradas), fue simplemente el desatinado discurso público de un corazón secretamente mortificado, que no sabe cómo acompañar el sufrimiento de otros corazones. Como muchos quedan, todavía.


Pero, ¿quién lo sabe realmente…?


Ahora bien…

¿Qué es mejor? ¿O menos malo?


¿Las felicitaciones por mis muertos, dadas sin cautela, sin el escrúpulo de la propia conciencia? ¿O las lecciones no pedidas, a causa de mis muertos, sin la conciencia de que el dolor ajeno no se vive igual que el propio?


Sólo el felicitador o el aleccionador lo sabrán. Lo sabremos…


¿Qué es todo esto?


Esto, mis queridas amigas, mis queridos amigos, es una revolución de mis sentidos, que se han estado amotinando en mi pecho y en mi razón a lo largo de los años. Muchos.


Y hoy más que nunca, cuando las pérdidas son tan cercanas, tan frecuentes y de causas tan variadas, nada más por la naturaleza locuaz de mi indiscreta lengua, acá entre nos, acepto que me ha costado poco conocer, pero mucho conquistar:


  • Que existen momentos en los que es mejor mantener la boca cerrada, y los oídos y los brazos abiertos.


  • Que ocurren tiempos en los que nuestras miradas y nuestras caricias expresan más de lo que nuestros discursos instructivos pretenden decir.


  • Que hay circunstancias en las que la presencia de uno debe ser un bálsamo para el alma del otro, y no un lastre para su conciencia.


  • Que siempre, SIEMPRE, hay un tiempo en el que la palabra (como lo he aprendido, a veces a la mala) debe ser amorosa, oportuna, y verdadera...


Que los deseos de fortaleza en el corazón, de sensatez a pesar del desconsuelo, y de FELICIDADES por los deseos muertos, por los sueños muertos, o por las personas muertas, sólo se darán a medida que la propia Fe nos permita creer que tendrán vida de manera distinta en otro lugar, con otra gente, o en otro plano. Esos lugares, gente o planos que son desconocidos para todos, anhelados por muchos otros, y temidos por otros tantos.


Y que, el deseo de felicidad, no debe darse en la inmediatez de las lecciones servidas a la fuerza, sino conscientemente. Y entonces, en el tiempo correcto, el luto por la pérdida (cualquiera que ésta sea) que se lleva en el corazón, se convertirá en bellas memorias que honren con los recuerdos, y perpetúen en el corazón, su bella, significativa, e imborrable huella por cada lugar, cada experiencia, cada lección, y cada tiempo que nos haya tocado vivir.


Felicidades,

Miss V.

 
 
 

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