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Durante mi viaje por este plano, he sido una persona muy afortunada. Con todo y el crecimiento que he buscado tener en mi espíritu, mi cuerpo, y mi mente, dada mi falta de perfección en estos tres rubros, creo que soy una persona muy bendecida.
Entre todas las muchas bendiciones que he recibido del que es La Vida, están las de haber conocido a mucha gente, haber tratado con una importante cantidad de compañeros de trabajo, y haber hecho un buen número de amigos.
A muchos de ellos los admiro y respeto tanto por sus méritos laborales, como por sus cualidades humanas. A otros, sin embargo, sólo los admiro por sus méritos laborales. A otros, sólo los elogio por sus cualidades humanas.
Seguramente, tu servidora se encontrará también en cualquiera de estos tres grupos para algunos o todos ellos. Porque por mucho que lo quiera, y aunque algunas personas me quieran tanto como yo a ellos, no puedo darles gusto a todos.
Pero de eso también se trata la vida, ¿no?
De todo el extraordinario número de personas que conozco, hay, sin embargo, un grupo que no acaba por caerme bien. Y seguramente, yo a ellos tampoco. Pero de eso no se va este escrito, sino de mi propia catarsis. Y tal vez, hasta cierto punto, de mi propia cura emocional, pues también he padecido del mismo mal.
Ese grupo del que les platico, es el de las personas quienes, no importa lo que les cuente yo, o cualquier otro, ellos y ellas siempre habrán vivido una situación peor, más arriesgada, más dolorosa, más trágica.
Me he dado cuenta, a lo largo del tiempo, que estas personas dan sus respuestas por medio de fieros pero disimulados ataques, ocultos en cada “n´hombre. Eso no es nada…”, “a mi hermano/primo/vecino le pasó peor”, “No. Espérate a que vengas a…”, intentando disminuir el valor del pesar del otro, y que termina por hacerlos a ellos y ellas los auténticos mártires de cada situación ajena.
Y no es que yo estuviera buscando serlo.
Yo sólo quería contar, en algún momento dado, una situación que me oprimía el corazón. Ni siquiera estaba buscando palabras de consuelo. Con una palmadita en la espalda o en el corazón, y un: “te entiendo”, aunque fuera callado, hubiera sido suficiente.
Pero no.
A ellos y a ellas, a sus allegados, o a cualquier otra persona de su círculo más cercano, o incluso al primo de un amigo, les pasó también lo que me pasó. Nomás que peor.
Estas personas son dadoras de lecciones no-buscadas, que nos obligan a cualquiera que quiera contar lo que sea, a evitar contar lo que sea. Y, de alguna manera, a sentir que lo que sea que contemos, carece de valor ante sus ojos, sus perspectivas, y sus experiencias.
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Todos creemos que nuestras creencias o nuestras experiencias son superiores a, o más importantes que las de los demás. Y puede que así sea. Para nosotros, únicamente.
El hecho de suponernos mejor informados, más conocedores de la vida, o más entendidos en las experiencias del mundo, incluso en las experiencias ajenas, nos atrapa en un permanente proceso de deshumanización del otro, pues sólo prestamos oídos a sus cuitas, para compararlas con las nuestras. Y superiorizar éstas últimas.
Ciertamente hay quienes buscan, también, validación personal por medio de la victimización. Pero hoy me toca hablar de quienes buscan dicha validación por medio de la superioridad. Pero la “competencia” personal (si acaso debiera haber alguna) contra el resto de la humanidad, no es limpia, si se me permite la expresión.
Entiendo que abrir el corazón en un entorno e confianza, debiera ser un tipo de intercambio de emociones entre dos o más personas que, pueden o no, haber tenido las mismas experiencias, y obtener, a la postre, un poco más sabiduría y empatía por el otro. No una pugna para demostrar quién ha sufrido más en la vida, o a quién le va peor. Y, finalmente, mucho menos una batalla para ver quién es el prototipo del dolor, para que los demás se dejen de estar quejando, demostrando que esa queja es mínima, pues siempre hay alguien que sufre más. Así sea a causa del clima, del tráfico, o de la afección de un familiar.
Poner en duda el juicio, el conocimiento, y hasta la sanidad de los otros, hace de esta ilusoria lucha una lucha desigual, que sólo está peleando un lado, y que da como resultado un triunfo falso.
Este triunfo que se obtiene por medio de la intimidación, de la confusión, o de la disminución de los y las demás, es la única manera en la que, las personas que hemos buscado la trascendencia, y poseer el sesgo de confirmación, sintamos menos incertidumbre al respecto de nuestra propia insignificancia.
Esto da lugar a una posterior seguridad, pues sabemos que los demás no contradecirán nuestras aseveraciones, y eso significa haberse ganado el respeto de los otros, por ser las personas más dolientes, pero también las más conocedoras, en ese momento.
Pero se ciegan, obviamente, dada la fragilidad el ego.
Pues las personas que siempre quieren tener la razón, o que buscan la supremacía de las vivencias, pueden tener tal soberbia, que no tolera que alguien más pueda también tener vivencias más dolorosas, más molestas, o incluso más felices.
Por eso el día que…
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...malvadamente, y tal vez un tanto injustamente, pensé:
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… y casi estaba esperando que me dijera:
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...pero solamente me dijo:
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Y la plática terminó ahí.
Desafortunadamente, este comportamiento lo hemos sufrido todos. De un lado o de otro. Todos hemos pecado de sesgo de confirmación, en cualquier situación. Hasta en la menos pensada. Y tu servidora, que está utilizando este medio para hacer catarsis, y que a veces abre su mente y su corazón en unas ocasiones más que en otras, no es la excepción.
Siempre sufriré, como quién sabe cuántos otros y otras, y quién sabe de qué caprichosas formas, algún tipo de inclinación que le dé forma a mi veredicto de los demás y de sus problemas.
Ahora sé que, cuando la gente me cuenta lo que me cuenta, puede que ni siquiera estén buscando palabras de consuelo. Mucho menos un ejemplo superior. Con una palmadita en la espalda o en el corazón, y un: “te entiendo”, aunque sea callado, tal vez sea suficiente.
Controlando la fea costumbre de decir “eso no es nada…”,
Miss V.
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