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ES QUE, HAY CADA MANUEL...

Writer's picture: yesmissvyesmissv



Fíjate que, a pesar de mi edad y de las experiencias que la vida me obligó a ganarme a pulso, o a fuerza de trompadas, sigo siendo una persona muy confiada y enamoradiza. Esto último, y últimamente, en el sentido meramente fraterno, pues como he escrito anteriormente, eso del amor de pareja se me hace un peligro, a veces latente y otras patente, que termina por asustarme más que por gustarme.


Obviamente cada uno habla como le va en la feria, y yo en la feria de los romances, no he brillado mucho. Modestia aparte, no porque no haya podido, sino porque no he querido. Pero eso ya lo he escrito muchas veces antes, y de eso no se trata el presente recorrido catártico.


A pesar de mi falta de pareja, mis afectos por otros (léase familia, amigos, y uno que otro colado) rayan en lo vehemente, por no decir en lo excesivo. Esta vehemencia me ha llevado a sentir un apego muy profundo, y hasta celos, por algunas personas más que por otras. Aunque creo que a muchos de nosotros nos pasa esto. Más bien, espero.


Sin embargo, a pesar de este apego que mencionaba, tan característico en mí y casi ciego por algunos de mis semejantes, pero gracias a la final lucidez que a la larga me ha traído la vida, así como me enamoro rápido, también está en mi esencia el desencantarme pronto si el objeto de mis afectos no está a la altura de mis requisitos emocionales.


Me di cuenta desde hace un rato, en medio de mis muchas sesiones de terapia que, a tu servidora, se le acaba el amor casi tan rápido como le llega. Esto dejó, en mis buenos tiempos, un par de corazones rotos. Pero confío en que la madurez de ellos haya terminado por curar esa amarga rotura. Si no, pues a trabajar, queridos.


Para algunos, que yo tire la toalla cuando no veo claro, o cuando no recibo lo que doy, será una actitud valiente, con toques revolucionarios y tintes liberadores. Para otros, seguramente, la misma actitud será acomodaticia, con notas controladoras y tonos narcisistas. Puede que otros, sobre todo aquellos entregados y perseverantes, perciban en mi comportamiento la actitud de una persona cobarde, que no quiere luchar por el ser amado, o por la relación. Todas tienen razón.


Como dije, me costó muchas horas de terapia llegar a una especie de cura emocional, a un tipo de reconciliación entre mi mente y mi alma, para darme cuenta de mi valor como una habitante más de este planeta, como para volver a caer en las mismas tonterías pasionales de antaño. Aprendí que el amor es darlo el todo por el todo, independientemente de la fuerza con la que los demás aman y que, muchas veces, no necesariamente se compara con la mía.


Te voy a contar una experiencia que tuve, para que quede claro esto que te estoy platicando.


En medio de una de mis búsquedas de pareja, en redes sociales o aplicaciones varias, encontré a una persona que, inocentemente, creí la idónea para mí. Él, a quien llamaré Manuel (sólo porque siendo León el pueblo que es, tenemos amigos comunes en varias redes sociales), era lo que yo, aparentemente, estaba buscando: él era, aparentemente, un hombre sin compromisos serios, excepto los de sus hijos ya adultos; también era, aparentemente, una persona trabajadora con ganas de salir adelante; además era, aparentemente, un caballero en toda la extensión de la palabra. Aparentemente, yo también era lo que él buscaba. Aparentemente por las mismas razones que yo.


“Aparentemente”, en efecto. Porque al principio, todo en redes sociales es eso, precisamente: apariencia. No más. Nadie revelamos nuestros vicios ni nuestras faltas en la primera vuelta. A veces ni en la segunda. Nadie vende(mos) pan frío.


Claro. No todos somos iguales, y no todos buscamos las mismas cosas en otros. Además, una relación de adultos, tan adultos como yo es, obviamente, completamente diferente a una relación púber, en la que se comienzan a experimentar los deliciosos vuelcos que da el corazón en cada paso de nuestros párvulos intentos en el amor. Pero después del número de conexiones que me fueron otorgadas por la vida, fui aprendiendo qué es lo que buscaba, y lo que no quería en cualquier lazo en el que los afectos jugaban un papel significativo para mi corazón y para su futuro.


A Manuel no le hice caso en la primera vuelta, a pesar de ser un hombre muy atractivo. Ni en la segunda. Había algo que, según mi instinto, no terminaba por gustarme. Qué era exactamente, sólo Dios lo sabría en ese momento. Pero yo, un ser terrenal sin más conocimiento que el que iba adquiriendo a fuerza de caerme y volverme a caer, no tenía idea de qué era ese “algo” que no dejaba en paz ni mi cabeza, ni mi corazón.


A Manuel pareció no molestarle que lo hubiera rechazado dos veces.

Primordialmente, por las razones instintivas que mencioné, y no por hacerme la interesante ni la difícil, cosas que a mi edad ya ni cuentan, fue que decidí no hablarle ni contestarle sus mensajes. Pero su insistencia, que supuse era verdadero interés por mí, me hizo doblegar y finalmente lo dejé entrar en mi vida, aunque con ciertas reservas.


A Manuel no le pedía nada, porque honestamente, nada quería de él, excepto su compañía y su escucha. No fuimos novios, ni amigos con derechos. Sólo llenábamos nuestras pocas horas de vacío y de solaz con la compañía del otro, y eso funcionaba bien para mí. Y creí que para él también.


Me dijo que quería rehacer su vida, y que le gustaría mucho hacerlo conmigo. Que, de a poco, me iría abriendo su corazón, su mente y hasta su casa; pero que le tuviera paciencia, porque aunque estaba dispuesto a hacerlo, tenía que ir con calma. Las heridas emocionales que había sufrido en sus relaciones anteriores lo habían dejado tan herido, que para él no era fácil permitir la entrada a su vida a cualquiera que no conociera, aunque fuera, medianamente bien.


Yo también estaba casi en las mismas. Casi.

Por lo tanto, lo entendí casi perfectamente. Casi.


Terminó por conquistarme, lo confieso. El corazón, y a veces la razón, encuentran una suerte de acomodo con personas que lo estiman a uno. O, sin que necesariamente haya estima de por medio, con aquellos que son capaces de decir las cosas que uno quiere escuchar. O que ofrecen, aunque sea temporalmente, los lugares en los que uno busca estar.


Sin embargo, aun sin conocer las condiciones de la tierra del jardín de mis necesidades emocionales, aun sin saber decir con claridad que era lo que yo buscaba o necesitaba, aun sin saber si la base era firme o inestable; y, contrario a su promesa de entrar con suavidad y paciencia a mi vida, Manuel optó por plantarse y enredarse fuertemente y de lleno en ese jardín.


En una ciudad tan chica como la que vivo, pero cuyos aires de grandeza la hacen creerse una metrópoli en la que “todo mundo” se conoce, “todo mundo” va a misa, y “todo mundo” vota por el mismo partido, que yo saliera con Manuel fue inesperado para algunos e increíble para otros. Otros tantos, sin embargo, ni se enteraron. Incluyendo a mis más allegados a quienes, por alguna razón, nunca les conté…


Haber elegido a Manuel fue un movimiento libre, pero secreto. Nadie me obligó a elegirlo. A pesar de tener una noción casi clara de su vida pasada, decidí darle el beneficio de la duda.


Parecía que las cosas entre Manuel y yo iban prosperando. Sin embargo, dada la naturaleza de nuestras ocupaciones, los compromisos familiares, y no sé qué más, no nos veíamos con la frecuencia con la que me hubiera gustado verlo, aunque siempre buscaba sus publicaciones en redes sociales. También sabía que podía tener a alguien que podía alentar y sostener. Yo tenía los mismos objetivos: apoyar y respaldar. Aunque ninguno de los dos sabíamos, bien a bien, en qué medida.


Aquí, voy a confesar que llegué a sentirme algo desencantada cuando me di cuenta de que Manuel no publicaba nada acerca de mí, o de nosotros dos, en Facebook, por ejemplo. Sólo publicaba sus logros, sus viajes, y hasta sus frustraciones sociales. Pero pronto desaparecía mi amargura, porque yo tampoco publicaba nada. Y, ¿por qué hacerlo? No teníamos una relación seria, realmente. Nada estaba pactado. Ni siquiera la exclusividad entre él y yo. Yo podía ser de cualquiera tanto como él. Aunque yo lo hubiera escogido a él. Y él, aparentemente, a mí.


Se me había olvidado que no todos entramos a las relaciones, cualesquiera que estas sean, con la honestidad y la claridad que requieren dichas relaciones, para hacerlas exitosas y duraderas. Me jacto de ser, a pesar mi pronto desencanto con ciertas personas, una mujer honesta en las varias relaciones en las que he entrado, todas por mi propio pie y a conciencia, aún temerosa de la incertidumbre que trae lo nuevo.


Pronto me di cuenta también de que, aunque Manuel no era un hombre perfecto, con todo y sus ojos café y sus largas pestañas, sí era un hombre que no sabía qué hacer en sus relaciones.  La “nuestra” incluida.


Un día, quizá buscando abrir su corazón conmigo, Manuel me contó que su primera relación, misma que aparentemente habría de ser una relación seria, finalmente, no llegó al matrimonio. El ingenuo Manuel daba por hecho que, por ser tan atractivo como era, en una terna de otros candidatos con los mismos intereses que él, resultaría el ganador del corazón de una mujer que a él le gustaba mucho. Se le olvidó tomar en cuenta que ella, inteligente como era, no se dejó deslumbrar, y le dejó muy claro que no tenía ningún interés en él.


Según Manuel, a él no le gusta perder. Por lo que creyó lo más adecuado, pero no necesariamente lo más sensato, ir a hacer un paro/huelga afuera de la casa de la desdeñadora, hasta que ella, voto por voto, se diera cuenta cuáles son las bondades que ofrecía él, a comparación del que fue elegido novio oficial y, arrepentida, lo eligiera a él. Les gritó a todos que el novio elegido era un falso, un espurio. Con el respaldo de sus hermanos, hermanas, su propia madre, y adeptos varios, él mero se declaró vencedor, y a todos les dijo que él era el novio oficial. Obviamente, no sólo lo corrieron de ahí los papás de la interfecta, sino que hasta los vecinos le empezaron a prohibir la entrada a la calle. Los culpó a todos, menos a él mismo.


Pero juró vengarse.


En otra ocasión, el mismo Manuel me dijo, en un arranque de honestidad, que su segunda relación fue una de las más enriquecedoras, pues había logrado tener a sus hijos, quienes eran su tesoro más preciado, pero también una de las más exasperantes de su vida pues, aunque tampoco llegó a casarse con la interesada, estuvo viviendo con ella el tiempo suficiente como para foguearse en los asuntos oficiales de las relaciones personales. Qué hacer y cómo hacerlo, qué decir y cómo decirlo, fueron cosas que Manuel aprendió a lo largo de su (corta) gestión como cuasi marido de una abogada a la que, en unos cuantos años, le destrozó la vida, pero que lo amaba tanto, que, después de un feo período de “cosas buenas y cosas malas”, palabras del mismo Manuel, casi era ella la que le, tontamente, le proponía matrimonio. A pesar de todo. Pues como dije, Manuel, no obstante aceptar “haber sido” un hombre absolutamente irascible, inestable y muy impredecible, pero que ya “había cambiado”, era un hombre muy atractivo, a quienes muchas mujeres habrían aceptado con los ojos cerrados.


De esta relación, Manuel fue el que “se escapó” pues, palabras más, palabras menos, el mismo Manuel, me hizo saber algo que casi sentí como pedrada: que no le gustan las mujeres agachonas y serviles que dicen que sí a todo; no soporta a aquellas que no representan un reto intelectual para él; y aborrece a esas que no cuestan trabajo en lo emocional, que lloran de todo, y que chantajean por todo. Los culpó a todos, menos a él mismo.


Pero aseguró no repetir.


Finalmente, me dijo que esa relación no era lo que él había esperado y que, aun estando en ella, había puesto sus ojos y, según él mismo, su corazón, en una mujer mucho más importante, de quien podría sacar mayor provecho. Y provecho fue lo que sacó. La señora con la que finalmente se casó, por todas las leyes, era una mujer de prominente importancia en la sociedad de Ciudad de México.


En otro momento de confesión conmigo, Manuel me dijo que ella, al igual que otras, había caído redonda. Él no lo dijo, pero con un tipo de falsa modestia, me dio a entender que fueron sus encantos físicos lo que la convencieron. Y ella, como las otras dos, y sabrá el Cielo cuántas otras más (buenas tardes a todos), había sido víctima de sus seductores tratos, su encantadora sonrisa, y su aguda labia. A ella le fue peor que a nadie. A pesar de ser un ingeniero muy estimado y acreditado, muy reconocido y respetado, pero habiendo perdido el trabajo, comenzó a vivir de la abundante fortuna de su esposa a quien, sin movérsele un pelo de su perfectamente acicalado cabello, la convenció de ayudarlo a sufragar los gastos de la pensión los hijos de él, que vivían con su pareja anterior, pero que la nueva pareja terminó manteniendo por muchos años. Cuando ella se negó a seguirlo apoyando, viendo que con su dinero sus hijos se daban tremendos lujos, entonces el vendió, regaló, o se deshizo de cosas que eran de ella y su familia. Ella, después de mucho tiempo, terminó por dejarlo. Él culpó a todos, menos a él mismo.


Pero prometió reformarse.


Mas, como dije, Manuel no sabe ser pareja de nadie.

O, más bien, no quiere.


Él, sin embargo, tal vez algo embriagado de sueños del futuro, o de apremiantes necesidades presentes, pero principalmente deseoso de caminar con alguien de la mano y, tal vez, restaurar los viejos juramentos rotos que quedó en cumplir en sus relaciones anteriores, me hizo todo tipo de promesas. Promesas que, por cierto, yo no le pedí que hiciera, pero que le creí. Tal vez porque yo también soñaba en el futuro, porque tenía necesidades presentes, porque quería caminar con alguien. Tal vez por sus ojos café y sus largas pestañas. Tal vez porque yo quería un transformación en mi lánguida historia…


Desde el principio lo supe: Manuel y yo no éramos necesariamente el uno para el otro. Pero por más que me aferré a encontrar intereses comunes, denominadores comunes, territorios comunes, no encontré nada. Justifiqué mi falta de vínculos con él diciendo que la diferencia de opiniones da lugar a diálogos enriquecedores, que las diferentes maneras de ver las cosas nos ayudan a crecer en el entendimiento a los demás, que los diferentes objetivos de vida motivan la pugna personal de ser mejores…


En pocas palabras, que los polos opuestos se atraen.


Pero en este caso, ni al caso.


Lo mío con Manuel no cuajó ni de chiste. ¿Para qué luchar por algo que ni siquiera existe? No puede haber dos personas más diferentes entre sí que Manuel y yo, porque lo único que teníamos en común era el aparente deseo de estar juntos con tal de no estar solos. Él me prometía darme lo que a mí me faltaba. Yo quería sentir que lo que él ofrecía era lo que yo necesitaba.


Pero hay qué ver cómo y de qué manera, a fuerza de defender lo indefendible, de desprestigiar a otros, y de contar las historias como si nosotros fuéramos los justicieros que México esperaba, las personas vamos enseñando nuestros verdaderos colores. Manuel sintió que me tenía en la bolsa, y creyó pertinente dejar de hablar de cumplir sus promesas conmigo.


Ya para qué.

Ya éramos de confianza.


Pero como me di cuenta, Manuel no sabe cumplir sus promesas. O, más bien, no quiere.


Manuel, a la larga, me acusó de cosas que yo no había hecho, ni dicho. Me acusó de jugar con sus sentimientos, y eso le recordaba los traumas causados por su primer amor. Me reprochó el ser demasiado risueña, y eso le recordaba las heridas causadas por de la madre de sus hijos. Me recriminó por no prestarle dinero, y eso le recordaba los trastornos causados por su única esposa.


Extrañamente, contrario a mi naturaleza confiada y enamoradiza, que Manuel y yo hayamos decidido, casi sin hablarlo, romper lo que ni siquiera estaba unido, abandonar lo que nunca fue nuestro, y empezar a caminar cada uno su propio camino, apenas me rozó el corazón. Supe, como supe tantas otras cosas, a veces de golpe, a veces a golpes, que no debía vivir más episodios que los estrictamente necesarios con una persona cuyo atractivo humano se limita a unos ojos bonitos y a una verbosidad casi perfecta, con la aparente aceptación de sus errores, y todo; pero que en su corazón, por mucho que él busque, no cabe nadie de quien no pueda sacar provecho.


¡Qué insubstancial es la gente que quiere avasallar como Manuel lo hizo! ¡Qué tediosa es la gente que quiere culpar a todos como Manuel lo hizo! ¡Qué deprimente es la gente que no sabe apreciar lo que tiene alrededor como Manuel lo hizo!


Seguramente habrá otros Manueles, que no tengan los ojos tan bonitos, pero sí las mismas mezquinas intenciones.


Manuel hizo lo que cualquier otro Manuel en el poder hubiera hecho: hizo berrinche por haber perdido dos veces, y a la tercera, cuando ya lo había ganado todo, dejó de cumplir sus promesas. Se quedó con cosas que no eran suyas, y hasta se deshizo de otras que a él no le hacían falta, pero a los demás, sí. Se disfrazó de víctima, apuntó a todos con dedo acusador, y aunque pretendió reconocer sus errores (todos, obviamente, resultado de la mala leche de los demás) nunca se hizo responsable de lo que hizo, y de lo que no; se burló de las necesidades de las personas que dependían emocionalmente (y hasta económicamente) de él; usó dinero que no era de él para que sus hijos emprendieran negocios y, además, empapó sus discursos de un veneno tan mortífero, que no dejó voluntades vivas. Por lo menos no de aquellos que siempre tuvieron los ojos bien abiertos.


De ese veneno quiso alimentarme a mí, también.


Lo que me depara el destino sólo el que es La Vida lo sabe. Pero para Manuel deseo, aunque no debiera desearlo, que su mente encuentre el desencanto y la intranquilidad que trae el tomar tan malas decisiones; y que su alma encuentre el desasosiego y la inseguridad que son el resultado de burlarse de tanta gente que, a pesar de todo, sigue creyendo en él. Todo eso antes de que la gente a su alrededor termine por voltearle la espalda a él, y a quien viene detrás de él.


Hago changuitos.

 

"Sin" relación con otros Manueles de este país,

Miss V.

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