ES QUE ESTÁ CHIQUITO...
- yesmissv
- Jun 15, 2023
- 7 min read

Los niños y las niñas son encantadores. Y mientras más chiquitos, más encantadores. Esta deliciosa fascinación que sentimos por ellos y ellas, es una tramposa táctica de la naturaleza para despertar en (la mayoría de) los adultos la empatía y el deseo de proteger a las pequeñas criaturas de cualquier calamidad.
Su inagotable energía es a veces tan exhaustiva, que casi todos hemos pensado que, el mejor estado de un pequeño, o una pequeña, es cuando están dormidos al fin. Además, sus formas redonditas, sus ojos grandes, sus divertidos balbuceos, y la simpática manera que tienen de imitar a los adultos, nos enganchan tan rápido que, cuando nos damos cuenta, nos sorprendemos a nosotros mismos sonriendo como unos verdaderos idiotas.
Y si dichas criaturas son de la propia autoría, o de la propia elección, más idiotas todavía.
Y a veces, más ciegos.
Porque, a casi todos nos ha pasado que, la fascinación que sentimos por esos querubines, se ve mermada cuando, en algún lugar público, por muy hermosa que sea la criatura, su interminable dinamismo y sus chuscas payasadas, se convierten en verdaderos dolores de cabeza, y llegan a irritar.
Claro. Mientras la criatura no sea la nuestra.
“Es que está chiquito”, dicen el papá y la mamá, nada avergonzados, y sí muy enternecidos (y hasta orgullosos) justificando el atrevido comportamiento de la criatura en el restaurante, en algún lugar de culto, en una tienda…
Donde sea.
Nuestro amor por nuestros hijos es tal que, como dije antes, nos cegamos ante lo que podría ser el principio de una serie de dolores de cabeza que van a parecer NO tener fin. Pues, aunque no lo admitan (o admitamos), los papás y mamás de esos mal portados engendros, entienden que el comportamiento de los niños y niñas suele ser el resultado de la crianza que han recibido, o no, hasta ese momento.
Al corregir, todo es miel y dulzura con nuestros nefastos pequeñines. Y a veces creemos que un “papito, te dije que eso no se hace”, o un “a ver, princesa. ¿Qué te dije?”, de la manera más blanda y empalagosa posible, creemos estar inculcando el comportamiento civil básico en un niño o una niña, que necesitarán ser parte de un grupo social en el futuro, pero que hoy que necesitan palabras un poco más firmes, aunque nos duela hacerlo, pero que no nos atrevemos a hacer, porque, “es que está chiquito…”
Y, dado el escrutinio del que somos víctimas por parte de otros perfectos jueces, nunca nos atrevemos a levantarle la voz, de manera firme e inalterable a nuestra malcriada prole, pues hoy eso podría significar un signo de maltrato, y no queremos que nos estigmaticen, o nos metan presos, o nos linchen.
Perdón. Me alteré.
Muchos de nosotros, seguimos cometiendo la osadía de creer, y hasta de decirles a nuestros hijos e hijas (y a todo el que se deje), con los ojos llenos de lágrimas, y el corazón lleno de amor, que siempre los veremos como nuestros bebés, chiquitos, desamparados e indefensos. Y actuamos en consecuencia. Pero para las sociedades de mañana, nuestros extendidos bebés, serán un adulto más que, barbones, curvilíneos, y fumadores como se los permita la edad adulta, se seguirán escondiendo bajo las suaves alas de mamá, y la protección heroica de papá.
No te voy a decir que mi hija y mi hijo tuvieron una vida de rigurosa disciplina y firme al cien por ciento, pues a mí, a su siempre-pendiente madre, a pesar de los regaños, los castigos y las prohibiciones que les apliqué, también me enternecían sus cachetes, sus ojotes, y sus vocecillas. Al sol de hoy, viejos como están, sin esos cachetes, ojotes, y vocecillas, también se me desbordan los ojos y el corazón cuando hablo de ellos y, muchas más veces de las que quiero aceptar, los sigo acurrucando bajo mis alas.
Pero, con plena conciencia de mis actos entiendo perfectamente que el comportamiento de mi hijo y mi hija, y el de los hijos y las hijas de todos, es mucho el resultado de la crianza que les di, mucho de los ejemplos que vieron y, otro tanto, del florecimiento de sus propias personalidades. La crianza de los hijos no es tarea fácil, mis estimados y estimadas. Muy por el contrario. Pero creo, y recuerden que esto sólo lo creo yo, porque este sermón es mío, que lo difícil radica en el no querer (no por no poder o deber) reprender a nuestras criaturas, sí, con mucho amor, pero con la severidad que sea necesaria.
Como maestra muchas veces escuché de papás y mamás un “¿me prometes que ya te vas a portar bien?” dicho a un niño de dos o tres años. Esta petición tiene el mismo impacto y tal vez la misma respuesta que pedirle a mi coche que me prometa que ya no se va a descomponer. No es mi objetivo manifestar, con esta fea comparación, que el niño o la niña sean seres ininteligentes, incapaces de comprender; pero sí creo que son incapaces de comprometerse. Pero, esto es algo natural, indiscutiblemente. Es que, están chiquitos y, obviamente, no hay ningún compromiso de parte de la criatura pues, para empezar, ni siquiera está consciente de su propia existencia. Mucho menos de la responsabilidad de cambiar. Porque no le toca portarse bien.
Pero, a mi edad, como su papá o mamá, sí me toda decirle cómo se deben ir haciendo las cosas.
A todos nos ha pasado que decirles que NO a nuestros bienquistos herederos nos ha partido el corazón más de una vez. Y luego, culpables, buscamos resarcir el daño que creemos haber causado a nuestra bella prole, misma que ya tiene bien tomada la medida de la debilidad de nuestro corazón, haciendo lo que sea por verlos sonreír de nuevo. Porque sus pucheros tristes nos rompen el alma, porque queremos evitar un berrinche, porque no queremos que nos dejen de querer…
Pero, también creo que un “NO” que nos parta las entrañas, aunque sea temporalmente, nos ahorrará muchas de las feas situaciones que como maestra, y como ciudadana de un lugar casi sin ley, me ha tocado atestiguar.
A nadie nos gusta que nos digan cómo educar a nuestros hijos e hijas. Mucho menos aquellos que, o no los tienen, o no los piensan tener, por muy colegas docentes, o psicólogos, que sean. Y no nos gusta que nos lo digan, no por esta razón, exclusivamente. Sino porque sabemos que puede ser que tengan razón, y le estén poniendo limón a la herida de la falta de atención en la formación de nuestros hijos.
Pero, particularmente, porque más consciente que inconscientemente, entendemos que el comportamiento de nuestros hijos e hijas, como dije hace rato, sobre todo cuando están chiquitos, es el resultado de la crianza (o la falta de ella) que han recibido de nosotros, sus educadores y cuidadores principales.
La mayoría de las veces creemos, de modo muy narcisista, que somos padres ejemplares y, que como tal, nuestros hijos están recibiendo educación ejemplar, para, a su vez, convertirse en seres humanos ejemplares, incapaces de hacer nada malo. Esto me recuerda a una señora que conocí hace mucho, y a la que estimaba, también mucho: ella fue una madre más sacrificada que ejemplar, pero muy simpática y dicharachera. Sus tres hijos, todos hombres, eran tan simpáticos y casi tan ejemplares como ella. Fueron educados con altos principios y valores. Pero el día que a su segundo hijo se lo cacharon robando en su escuela, inmediatamente empezaron a lanzarse culpas. No sólo por parte de la mamá, sino también del papá, de los otros hermanos, y hasta de los abuelos y tíos: los demás mentían, los demás tenían la culpa, los demás eran unos aprovechados, porque, el mocoso en cuestión, según las propias palabras de la señora, estaba chiquito.
Como la señora nunca se dio la oportunidad de equivocarse al criar a sus hijos, y por ende, de aprender de cualquier metida de pata que hubiera experimentado, como muchos lo hemos hecho a cada rato, entonces por poder y por consecuencia, tampoco podían equivocarse sus glorificados herederos. Y este, creo yo, es un caso claro de un tipo de narcisismo heredado: yo no me equivoco; entonces, tú tampoco, mi amor. Es que, estás chiquito.
Por eso, no nos gusta aceptar que hemos errado como formadores, porque la manera como son nuestros hijos e hijas es un reflejo de nuestras habilidades, pero más bien, de nuestros deseos de una crianza propicia. Sobre todo, porque muchas mamás y papás hemos basado nuestro valor como personas en nuestro desempeño como padres o madres y, reprender, regañar o poner límites a nuestros hijos está visto como una señal de mala crianza.
No todo se resuelve con besos y abrazos, déjame decirte. Los “no”, los “basta”, y hasta los límites/castigos, son necesarios en el desarrollo de formativo-emocional de nuestros hijos e hijas.
Todo esto me siento con la libertad de platicarlo por dos razones: por experiencia y por experiencia. La primera, porque lo he vivido en mi propia casa, y, la segunda porque lo he visto en mi propio entorno laboral.
Muchos papás y mamás, incluida su quejosa servidora, no podemos resignarnos a ver a nuestros hijos crecer tan rápido. Por eso hacemos lo posible por alargar sus infancias tanto como se pueda, ya sea por amor ciego, por culpabilidad, o cualquier otro motivo; y les llenamos las vidas de “sí”, de “adelante”, y de risillas tiernas por haber visto a nuestros hijitos e hijitas hacer algo, hasta cierto punto, fuera de lugar. Por eso las universidades están llenas de adultos-niños que quieren ser profesionistas, vivir solos, y viajar por el mundo; pero que, si algo no les gusta, o les incomoda, son incapaces de resolverlo solos, y van y corren con sus papás y sus mamás, quejándose con lágrimas en sus ojitos de que su maestra no los quiere, para que sus molestos progenitores resuelvan lo que nuestros extendidos niños y niñas son incapaces de resolver.
Tal vez, este conflicto entre lo que siento y lo que veo es el resultado de un enloquecedor y terrible ciclo que concluye al fin, y en el que, más que nunca, estoy rodeada de niñeces prolongadas, que son incapaces de mover un dedo para salvar sus vidas, pero que quieren mover cielo y tierra para salvar el semestre.
Con todo lo anterior, sigo deseando que nuestros chiquitos de veintitantos, y uno que otro de treinta-y-pico, reciban una suave lección de la vida que los traiga de regreso al camino en el que sus padres y madres debimos haberlos enseñado a cruzar, y no cargado para que no se fueran a cansar, porque “es que está chiquito”…
Quejándome amargamente,
Miss V.
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