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EL SÍNDROME DEL HOMBRE (Y LA MUJER...) PEQUEÑO

Writer's picture: yesmissvyesmissv

Toda mi vida fui siempre una persona chiquita. Yo nunca despunté en estatura como muchas otras personas que conozco, y quienes, en la adolescencia "dieron el estirón ". A mi la genética me negó esa oportunidad.


En la escuela, me formaba hasta adelante en la fila, y por eso siempre pasaba primero. Me sentaba en las bancas delanteras del salón, y por eso siempre me preguntaban primero. Me paraban hasta el frente en los sermones, y por eso siempre me regañaban primero.


Sin embargo, queridos amigos y amigas, lo que no tenía en estatura, lo tenía en el volumen de la voz, y en las ganas de comunicar lo que fuera. Era gritona, platicadora y escandalosa. Muchas de mis maestras y maestros, y casi todas las monjas y hasta mi papá, que también ha sido un gritón desde sus juventudes, me preguntaban que cómo era posible que tanta voz y tantos gritos cupieran en esa niña tan chiquita. O que dónde me cabían los pulmones. O que si había nacido con un micrófono integrado...


De repente, por ahí en los años de pubertad, cuando los cuerpos se desarrollan todos disparejos, y nos convierten en deformes pre-adolescentes de cabezas grandotas y brazos largos, mis amigas empezaron a crecer notoriamente, unas partes del cuerpo más que otras, mientras que yo aumenté apenas unos cuantos centímetros, que se detuvieron cuando alcancé el metro cincuenta y tres.


Chaparra, sí. Pero lo gritón seguía intacto.


Mi tamaño por mucho tiempo fue mi estigma, porque los chaparros podemos llegar a utilizar chistosísimas técnicas sociales que nos ayuden a compensar nuestra estatura, o simplemente porque podemos llegar a ser la burla de los más altos a nuestro alrededor; por lo que, en algún momento de la vida, algunos de nosotros tuvimos qué empezar a hacer uso de estrategias emocionales, y hasta verbales, para que los más espigados no nos lastimaran con sus palabras. Otras, además, empezamos a usar zapatos con tacones tan altos como el vértigo nos lo permitiera, y en la medida en la que nuestros pobres piececitos aguantaran...


En mi caso, por ejemplo, la gente, sobre todo los señores cuando estaban en bola, creían que era muy chistoso y súper ocurrente preguntarme o decirme "¿Por qué estás tan chaparrita?" "¿Sí pasas el límite para poderte subir a los caballitos?" "¡Te tienes que casar con un altote para poder mejorar la raza, m'hija!" "No, Verito. Pos', tú puro tacón de teibolera..." seguidos de unas risotadas a veces de a deveras, a veces fingidas, pero todas burlonas. Como si ser bajita fuera un castigo divino...


Obviamente, en un principio, inocente como era, no sabía qué contestar. Y ahí me quedaba yo, con el ceño medio fruncido, los ojos medio llorosos, y con una media mueca bastante tiesa y bastante fastidiada. Pues, es que oye: que hicieran estas preguntas una o dos veces, caía de sorpresa. Al principio. Pero que las hicieran a cada rato, y siempre las mismas, ya caía gordo, y entonces ya empezaba uno a sentir, y contestar, feo.


En mis andares por el tedioso, tortuoso y tormentoso camino del magisterio, he conocido a muchas personas. De todos colores y sabores. Pero también, de todos los tamaños. Y me di cuenta de que, sin importar la talla, aquellos que no dejan de burlarse de los demás, no solo por la estatura, sino por el color de la piel, las elecciones particulares o las preferencias personales, sufren un feo síndrome llamado "el síndrome del hombre pequeño ".


También llamado el síndrome de Napoleón, esta manifestación emocional, se refiere originalmente al hecho de que un hombre, sobre todo uno de baja estatura, se comporte de manera dominante o agresiva, intentando compensar así sus deficiencias físicas o impedimentos sociales.


Pero yo creo (y, como siempre digo, esto lo creo nada más yo), no importa si no se es hombre, ni si no se es pequeño, para sufrir de este mal, aunque el nombre nos indique que debe de ser un hombre, y además pequeño. No importa quién sea. Basta con desear empequeñecer a los demás, basados en lo que, según ciertos acomplejados de clóset, no embone en el exclusivo rompecabezas de sus personales estándares físicos cognitivos, y/o emocionales.


Aquí, yo estoy hablando de la estatura. Pero habrá quienes sufran, gracias a la retorcida y ponzoñosa lengua de personas emocionalmente pequeñas, un extenuante bombardeo de opiniones no pedidas, seguidas de burlas completamente innecesarias, al respecto de un montón de cosas más, menos obvias que la altura, y, tal vez, más dolorosas.


Cuando le pedí, tan amablemente como pude, al señor más fastidioso y antipático que, ahí de favorcito, dejara de señalar mi baja estatura, porque eso era algo que yo ya sabía y que no necesitaba recordármelo, porque ya era aburrido escuchar lo mismo, y que, gracias a él, varios hombres pequeños también se habían sentido con la descarada libertad de hacer ridículos comentarios al respecto, se burló de tal manera, que me vi tentada, vengativamente, a señalarle el pequeño tamaño de cierta parte de su cuerpo.


Finalmente, sucumbí a la tentación. Lo hice.


Le señalé el tamaño de sus manitas de niño chiquito. No crean ustedes nada más.


Después de recalcar el tamaño de sus manos cuya medida era casi igual a las mías, y que nada tenían que ver con su propia estatura de casi un metro ochenta y su peso de casi cien kilos, seguido de una serie de preguntas muy impropias, y observaciones muy barrio-bajeras de mi parte acerca del poco alcance y el limitado agarre de semejantes dedos, el hombre pequeño dio por terminada, no sólo su fea confianzudez, sino una "amistad" de la que ya sólo quedaban pedazos muy maltratados que, ya ni de chiste, embonaban unos con otros. Y se salió de mi vida casi para siempre, no sin antes echar un último escupitajo de veneno, y azotando la puerta, que tuvo que agarrar con las dos manos.


Por cierto, también tenía los pies chiquitos...


Fue una casualidad que el criticón aquél sufriera de un defecto visible que me permitiera aplicar una sabrosa venganza, de la que no me arrepiento tanto. Pero otros, escudados en su superioridad física, o cegados hacia sus propios defectos, reflejo sólo de su pequeñez emocional, se salen con la suya muchas veces antes de sufrir una insensible sacudida de la misma magnitud de la que ellos aplican, y que no siempre nos toca atestiguar.


Desde hace mucho que yo hice las paces con mi estatura. Pero necesité un empujoncillo...

Cuando un antiguo amigo se reencontró conmigo después de muchos años de no vernos, entre muchas historias y otras tantas actualizaciones, le platiqué este episodio de mi vida.


Él me dijo que, como siempre pensó en mí como una persona tan fuerte como capaz, y que, aunque lo bajito en las personas es siempre notorio, sin ser yo la excepción, él ni siquiera había contemplado el hecho de que yo fuera bajita como yo decía (o como decían los demás) como un tema de discusión.


No pareciera importante, pero ese fue el empujoncillo ése del que les hablaba. El que necesitaba. Con él, sentí que se había disipado la humareda que había estado nublando, durante algún tiempo adentro de mi cabeza, la claridad que trae la luz de la auto-aceptación: que ser chaparrito (y aquí puede ponerse cualquier calificativo relacionado a lo físico) no es una transgresión, como aquellos criticones me hicieron sentir. Es el regalo de la unicidad que trae la vida, parte de la suma de muchas otras virtudes únicas; pues mis características físicas, cognitivas, y/o emocionales, cada una en exclusividad, no determinan quién soy, ni delimitan mis deseos y otras virtudes que son, normalmente, invisibles a los ojos de los demás.


Pero habrá que tener cuidado. No todos, ni los chaparros, ni los altos, ni los gordos, ni los flacos, estamos exentos de caer en la desgracia de los complejos de superioridad, que pueden llegar a obviar nuestra abundante pequeñez emocional, más que nuestra limitada estatura física. O cualquier otro límite.


Ciertamente, estamos rodeados de hombres (y mujeres) pequeños. Y tal vez, mientras tengamos que recorrer este camino del aprendizaje, nos toque también, en turno, sufrir de cierta pequeñez de vez en cuando.


Y, aunque seguí (y sigo) usando tacones de todas las medidas aptas para el uso humano, y mucha gente sigue utilizando el asunto de mi estatura como un aburrido e irreverente tema dizque rompe-hielo, la aceptación de mi estatura fue el desencadenante que me hizo entender que, en lo relativo a lo emocional, el tamaño sí importa.


Con 1.53 m de estatura,

Miss V.


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