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Normalmente pasa que los días que me dedico a escribir estas diatribas, nada tienen que ver con el día en que las publico. Esta, por ejemplo, la estoy escribiendo el miércoles cuatro de diciembre y, aunque pudiera publicarla hasta el viernes seis, sólo por seguir el patrón autoimpuesto de publicaciones semanales, mismo que me gusta seguir al pie de la letra, tal vez hoy haga una excepción. O no…
Pero no es del cuatro ni el seis de lo que quiero escribir hoy, sino del veintiuno. Entre otros tantos números que me gustan, si sólo por su sonoridad, o porque me gustan los múltiplos de tres, también está el veintiuno. Sé que el número veintiuno tiene importancia en varios contextos de la vida: la espiritualidad, la numerología, la cultura, la practicidad. Yo qué sé.
Una breve investigación me arrojó información al respecto de este número. Numerológicamente hablando, el veintiuno es un número de éxito, abundancia y balance; pues por la combinación del dos, que significa cooperación; y el uno, que significa independencia, el veintiuno sugiere una armonía entre trabajar con otros y mantenerse fuerte por sí mismo. Y no sólo eso. El número veintiuno representa la creatividad, el optimismo, y la creciente capacidad de convertir los sueños en realidad.
Ahora bien. En el campo de lo espiritual, el veintiuno significa metamorfosis y/o evolución. También puede simbolizar que aquí comienza un revelador período que da paso a la madurez, o a una nueva etapa en la vida. O sea, a veces se le puede llegar a vincular con el crecimiento espiritual y la preparación para un nuevo comienzo.
Todo eso suena muy bonito. Y, siendo un múltiplo de tres, ¡con razón me gusta tanto!
Pero no sé si todo eso tenga que ver con lo que me trae hoy aquí. Hoy es el aniversario luctuoso número veintiuno del hombre que fue mi esposo por sólo siete años. O tal vez tenga todo qué ver. El que es La Vida no deja cabos sueltos.
¿Después de todos estos años de lo que me atrevo a llamar aislamiento sentimental, o autonomía circunstancial, estaré llegando ya a un tipo de cierre de ciclo en el que la transformación y el crecimiento están marcando la resiliencia y la paz que he cultivado durante todo este tiempo?
Cada uno vive su duelo como quiere, o como puede. El camino de las aflicciones, las evocaciones, y el desamor es exclusivo de cada persona, aunque todos hayamos casi sufrido la misma pérdida, o aunque seamos miembros de la misma familia.
No soy una cínica. Solamente aprendí, desde hace algunos años, a aceptar que mi vida cambió tan drásticamente que ya no hay manera de remediar lo pasado. Pues es precisamente eso: pasado. Pero al mismo tiempo, a pesar de lo adormecido de mis sentimientos, busco honrar dicho pasado, pues fue el estímulo que me hizo llegar al aquí y al ahora, que es donde me toca estar.
Efectivamente. Han pasado, justamente hoy (y más o menos a esta hora) veintiún años desde que mis hijos y yo perdimos a Fernando. Desde que me di cuenta de que este camino en lo particular lo estoy andando sola. Y me estoy encaneciendo sola. Pero mis sentimientos, junto con los de mi hija y mi hijo, después de un arduo trabajo de introspección emocional, y de cura afectiva, van juntos y se han asentado en un tranquilo reconocimiento de su lugar en mi vida.
Como este escrito lo demuestra, no extraño a Fernando de la forma en que otras personas lo han hecho desde hace veintiún años, o de la manera en que las personas suponen que un esposo que ya se ha ido para no volver, debe extrañarse. Pero como este escrito lo demuestra, su recuerdo tampoco está completamente ausente. ¿Cómo podría? Lo quise mucho y, además, los mejores regalos que me dejó siguen viviendo conmigo, y siguen ocupando casi todo mi corazón.
Aunque haya personas que se nieguen a admitirlo, si sólo por lo que él representó para ellos y ellas en el momento de su existencia, Fernando se ha convertido en la figura de un capítulo que se cerró hace veintiún años. Alguien que recuerdo sólo con las memorias, no con el corazón. Una imagen con la que ya no me siento atada con las emociones de mi corazón, sino con las de mi hija y mi hijo.
Ellos, aunque lo recuerdan poco, o sientan que no lo hayan conocido, también quieren tener un enlace emocional con él. Y eso, creo yo, es lo correcto. Honran su memoria a su manera, aunque su presencia o sus recuerdos no sean rutina en sus vidas, en sus corazones, o en sus mentes. Para mí, por otro lado, honrar su recuerdo toma la forma de oraciones, un acto que pareciera simple, pero que se antoja suficiente. No lo hago por nostalgia, esa ya no existe. Sino por un sentido de decencia, y por amor a mi hija y mi hijo, reconociendo su importantísimo papel en la formación de parte de mi vida y de la de su descendencia.
Ya he hecho las paces con esta dinámica. Se siente natural, pues es un reflejo de quiénes éramos cuando estábamos juntos, aunque el tiempo haya sido poco, y cómo se ha desarrollado la vida de los que quedamos desde entonces. Honrarlo hoy no se trata de revivir el pasado, pues ya tampoco ocupa espacio en mi mente o mi corazón. Pero creo que se trata de celebrar lo que importaba entonces y, por el bien de mi hija y mi hijo, dejar que el resto permanezca donde corresponde.
Recordando. Sólo recordando,
Miss V.
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