DOÑA SOBERBIA
- yesmissv
- 2 days ago
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Por allá de mediados de cualquier siglo, en medio de una ciudad pequeña pero pujante, que se ha dado siempre los aires de una gran ciudad, pero a la que a pesar de los años siguen tachando de pueblo bicicletero, nació (entre tantos otros nacimientos que fueron aconteciendo) una niña, cuya historia procederé a narrar en la siguiente crónica. Crónica que, según dicen los que saben, tiene mucho de real, pero también mucho de imaginario. Vayan ustedes a saber.
La niña en cuestión, la menor de una familia de siete hermanas, nacida después de casi seis años desde la última hija, y doce desde la primera, recibió el nombre de Soberbia, pues sus padres imaginaban que esta niña estaba destinada a ser grande y a lograr cosas magníficas. Sus hermanas mayores: Ansiedad, Gravedad, Orden, Negación, Impertinencia y Audacia, tuvieron sentimientos variados al respecto. Tal vez porque, efectivamente, Soberbia estaba destinada a ser (o a sentirse) superior en todo.
El padre de la numerosa familia, Don Fastidio, señor de rancho e hijo de la Guerra, no estaba muy contento con el hecho de haber tenido solo hijas. Pero ¿qué se le iba a hacer? Cristiano aparentemente ejemplar como era, no le quedó de otra más que apechugar, y no reclamarle a Dios por lo que le había mandado, so pena de recibir el castigo eterno. Aunque no le daba tanto miedo el castigo eterno cuando le ponía los cuernotes a su esposa, ¿no? Durante toda su vida de casado, y después como padre, Don Fastidio fue siempre un muy buen proveedor, de manos trabajadoras y cara monótona. Proveyó de lo necesario, y mucho más, excepto de afecto y dulzura.
Por otro lado, la madre de las siete niñas, Doña Resignación, hija de una excelentísima familia oriunda de una ciudad no muy lejos de ahí, procuraba ser una madre cortés y acomedida, educando a sus hijas con el mismísimo “Manual de Urbanidad y Buenas Maneras”, que tantos trastornos ha traído a nuestra bien-portada sociedad. Durante su vida como esposa fiel y madre solícita, Doña Resignación se entregó en cuerpo y alma a su familia, a pesar de ser “sólo” una ama de casa. Pero una como “Dios mandaba”, en todo caso, pues ella sabía que esa era su labor. No más.
Ninguna de las siete hijas era fea. Al contrario. Cada una tenía lo suyo. Pero había momentos en que no lucían tan agraciadas. Faltaba algo. Y lo que faltaba era que ninguna de ellas sonreía desde el corazón. No es que no quisieran. Es que no podían. A menos claro que, a otros con menos educación, menos belleza y menos suerte les fuera peor que a ellas. Entonces esas sonrisas de encono las hacían verse feas, frías y frívolas.
Pero, aunque a pesar de sus muy diferentes caracteres, las siete hermanas apenas se toleraban unas a otras, esta historia se trata de Soberbia. No de sus hermanas.
Desde antes de tener edad de merecer, Soberbia ya mostraba signos de una extraña independencia, muy rara para la época, cuando las mujeres dependían casi del todo de sus papás, sus hermanos varones o de sus esposos, según fuera el caso.
Soberbia no dejaba que nadie la ayudara, que nadie la aconsejara y que nadie le diera su opinión.
A pesar de su agrio carácter, Soberbia era la favorita de mucha gente en el pueblo, incluyendo a la mitad de sus hermanas. Excepto de Gravedad, cuya seriedad, formalidad y autoridad le impedían ser ligera en sus gestos y palabras, y la dejaban ver como una mujer fría y sin sentido del humor; de Negación, siempre contradiciendo, siempre evadiendo, y siempre resistiéndose a aceptar a Soberbia (o a quien fuera) como la consentida de todos; y de Orden, tan dispuesta a la coherencia, a la disciplina y a la planeación, pero tan rígida y perfeccionista, que no se dejaba sorprender por nada ni por nadie. Ni siquiera por su hermana menor.
Una vez llegada cierta edad, y súbitamente abriendo los ojos al hecho de que era buscada y asediada por la arrogancia con la que se conducía en la vida más que por su belleza (arrogancia en la que, por cierto, otros tantos se veían a sí mismos); y sabiéndose admirada y buscada, Soberbia se subió en un pedestal autoconstruido que le atolondró el ego por el resto de su vida. Su sentido de dignidad personal era tan profundo, y sus desplantes tan acres que, aunque no lo creas, fue un ejemplo para muchos que buscaban sentirse importantes, y esos muchos comenzaron a imitar sus actitudes.
Al respecto de este comportamiento, sus otras hermanas, Ansiedad, Impertinencia y Audacia, tenían muy poco que decir. Ansiedad, por tener constantes sentimientos de desasosiego, miedo o inquietud tan persistentes, que la hacían preocuparse de todo y de todos, y no se atrevía a enfrentar a la pequeña Soberbia. Por otro lado, impertinencia, con la inoportuna e incómoda falta de prudencia en sus palabras y sus acciones, mismas que ella disfrazaba de franqueza o claridad, podía, de vez en cuando, hacer callar a soberbia. Pero sólo por un rato. Y Audacia, una líder tan valiente para enfrentar cualquier desafío, incluso el desafío que le representaba Soberbia, no se dejaba amedrentar por las actitudes de una niña tan mimada y tan engreída, por muy su hermana que fuera.
Y de los padres de estas mujeres, ¿qué quieren que les diga? Doña Resignación, era una mujer tan tolerante y comprensiva, tan tranquila y casi fría, que no se molestaba por afanarse más de lo necesario, y dejaba que las cosas llevaran su propio flujo. Ella sólo se dejaba mover al vaivén de las circunstancias, y se dedicaba a observar de manera apacible. No a actuar.
Por otro lado Don Fastidio, el patriarca de la familia, harto de las tonterías de sus siete hijas, y de la insipidez de su esposa, prefería dedicarse a empinar el codo, dormir la mona, despertar empachado, curarse el empacho con más alcohol y un taco, y volverse a dormir.
Efectivamente, damas y caballeros. Soberbia era mimada y engreída. Pero también dominante y hostil. Y, ensimismada por los muchos buenos atributos que decía/creía poseer, nunca le daba la razón a nadie, ni permitía que nadie contradijera sus opiniones, pues sólo ellas eran válidas. Soberbia, según ella misma, estaba muy por encima de los demás, sentía que Dios la había hecho a mano, y que la había puesto en ese lugar para darle una lección de vida a todos aquellos frágiles de corazón, y a esos debiluchos de espíritu.
“¡Qué manera de dominar la vida!” decían aquellos que la conocían; particularmente, aquellos que deseaban imitarla. “¡Qué autoestima tan maravillosa!”. Pero en realidad, en el corazón de Soberbia ocurría perfectamente todo lo contrario. Su amor propio era inversamente proporcional a su arrogancia. Soberbia era una mujer subyugada disfrazada de engreimiento; un ser humano roto vestido de altanería; una niña desamparada enmascarada de insolencia.
Soberbia lastimó a mucha gente, pero nunca pidió disculpas. ¿Para qué? Ella siempre tenía la razón. Pero no perdía la oportunidad de decir: “Pues, discúlpame si acaso te ofendiste. Pero yo soy así, y ya no voy a cambiar. Menos a mi edad”.
Soberbia no sabía hacerlo todo, pero nunca pidió ayuda. ¿Con qué motivo? Ella se bastaba y se sobraba. Pero no perdía la oportunidad de decir: “No necesito ayuda de nadie. Esa es mi manera de hacer las cosas. Así me enseñaron”.
Soberbia quería consideración, pero nunca respetó a nadie. ¿Y qué? Ella era superior a cualquiera. Pero no perdía la oportunidad de decir: “Jamás le he faltado el respeto a nadie. Si ella se ofendió es culpa de ella, no mía”.
Soberbia buscaba los aplausos, pero nunca reconoció a nadie. ¿Tenía qué? Ella era un ejemplo para todos. Pero no perdía la oportunidad de decir: “¿Un siete? Pudiste haberte sacado un nueve, mínimo. Yo era del cuadro de honor. ¡Puro diez!”.
Soberbia se equivocaba como cualquier otro, pero nunca rectificó sus yerros. ¿Los había realmente? Ella nunca metía la pata. Pero no perdía la oportunidad de decir: “¡Uy, perdón! ¿Qué no me puedo equivocar? ¿Qué tú eres perfecta, o qué?”.
Pero ¿y qué? Así era Soberbia y ni modo.
A pesar de los muchos defectos a los que la joven Soberbia era completamente ciega (pero, ¿quién de nosotros no lo es ante los propios defectos?), de las enemistades que se fue ganando en el camino, y del abandono de sus antes admiradores, ahora detractores, Soberbia, que en ningún momento dejó de ser atractiva para otros tantos, se vino a casar, nada más y nada menos, que con el mismísimo Don Estoicismo, un joven tan atractivo, callado y misterioso, que tenía a más de tres embobadas por él. Soberbia incluida.
“¡Qué pareja tan dispareja!” le dijo Don Fastidio a Doña Resignación justo después de los elegantes esponsales, inmediatamente saliendo de misa. “No les doy ni seis meses…”
Don Estoicismo, quien al principio pasó como otro soberbio, tenía, en cambio, bien definidos su resiliencia, su desapego y sus objetivos. Don Estoicismo era tan serio que parecía carecer de emociones; tan aparentemente pasivo que parecía inamovible ante la injusticia; tan apegado a la virtud, que creía que ser bueno era suficiente para alcanzar la felicidad.
Y efectivamente, aunque era un hombre supuestamente virtuoso que no necesariamente desvelaba sus pensamientos abiertamente, y su actitud de autocontrol a veces asustaba, Don Estoicismo era un hombre a quien sus vecinos llamaban “raro”, y quien no dejó de ser, tampoco, un extraño para su esposa durante muchos años. Como el señor utilizaba la razón como herramienta para comprender el mundo (y a su escandalosa cónyuge), tampoco sentía que estaba por encima de ella o de los demás. Esto, de alguna manera, desconcertó profundamente a Soberbia, pues aunque no era un esposo muy entusiasta, tampoco se le doblegaba ni la alimentaba con elogios fáciles o sonrisillas coquetas. Era, más bien, como un muro que no se sacudía con su estrépito.
Con todo y todo, y por mucho que le bajara los humos a su señora esposa de vez en cuando, Don Estoicismo tampoco era el esposo ideal. Casi tan desangelado e individualista como Don Fastidio, tendía a suprimir sus emociones, a parecer más bien pasivo, a racionalizar todo y a deleitarse (si se me permite el término) en la más severa autodisciplina. Sin proponérselo, era una especie de freno: no la corregía, no la sermoneaba, pero su sola manera de estar (contenida, ecuánime, imperturbable) ponía límites a los excesos de Doña Soberbia. Ella intentó cambiar muchas veces, pero sólo lo hacía momentáneamente, como quien tropieza con una piedra que no se mueve de un camino bien conocido, por recorrerse a diario.
Finalmente, muchos de sus amigos, sobre todo aquellos que comenzaron a cambiar con la edad y la enfermedad, terminaron dejándola sola. Sin embargo, aún con la disparidad de caracteres, Doña Soberbia y Don Estoicismo tuvieron muchos hijos, todos con sus propios fantasmas y demonios del pasado, más los que les faltara adquirir. Todos sufriendo la dicotomía de tener una madre tan arrogante y un padre tan circunspecto. Todos en constante conflicto personal y social. Todos tratando de vivir, sobrevivir y sobresalir.
Soberbia vivió cien años, sana y buena; nada de falta de sueño, ni de dolor de rodillas. Y sólo su ecuánime esposo le hizo callada compañía por el resto de sus días. No crean ustedes que porque la hubiera redimido, o porque la hubiera hecho entrar en razón, sino porque, de algún modo, fue el único capaz de estar a su lado sin dejarse arrastrar por ella.
Y, sin embargo, ni Doña Soberbia ni Don Estoicismo se han marchado del todo. Siguen presentes, agazapados en los descendientes de sus descendientes: unas veces apenas visibles, como un gesto fugaz o una reacción inesperada. Otras veces se presentan con tal claridad que nadie podría negar la cruz de su parroquia.
Tal vez la verdadera herencia de ambos consortes sea recordarnos que todos llevamos algo de Doña Soberbia y algo de Don Estoicismo. O algo de don Fastidio, o de Doña Resignación, y que la tarea de cada uno de nosotros sea aprender a encontrar, como buenamente podamos, el delicado balance entre todos los sentimientos que nos conforman y que nos hacen tan peculiares.
Vayan ustedes a saber
Ostentosamente,
Miss V.
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