…DETENERSE ES NECESARIO
- yesmissv
- Feb 28
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Toda mi vida, desde que tengo memoria, y mira que tengo recuerdos desde los dos años de edad, he sido muy llorona. Así me lo hacían saber mis primas grandes, o mis tías y tíos, cuando me decían: “Vero ¡eres bien chillona!” Obviamente, les decía que no era cierto. Pero llorando. O sea, esa era una muestra más de que ellas tenían, efectivamente, la razón: yo era una niña (y ahora soy una mujer) muy llorona.
Justo ahora recuerdo con mucha claridad, un momento clave en mi vida en el que hasta me retrataron llorando. Sucedió que, a la tierna edad de cuatro años perdí en el juego de las sillas en una fiesta infantil. A nadie, por muy transformados que pretendamos ser, nos gusta perder. No importa la generación a la que pertenezcamos. Y yo, que en ese momento competía con viejos que me doblaban la edad, nunca tuve oportunidad. Perdí, y mi derrota quedó plasmada, en una muy triste fotografía, para la posteridad…
Ese retrato es una prueba de que ser una tremenda sentimental ha sido parte de mi camino por este plano desde siempre. Y, tal vez para curarme en salud, debo atribuirlo también a la genética, pues mi papá y mi mamá, siempre con la sensibilidad a flor de piel, necesitan de la más mínima excusa para soltar unas cuantas lagrimillas de vez en cuando.
Por eso, no hay cosa en mi vida que, muchas veces me cause, no solo tristeza, sino impotencia, enojo, y un montón de sentimientos más, que no me hagan llorar como una Magdalena cualquiera. El llanto, al igual que mis afables progenitores, lo llevo a flor de piel, y basta con que me digan “mi alma”, para dejarlo ir. A veces por muchos minutos casi ininterrumpidos.
Aunque normalmente relacionamos el llanto con la tristeza, para tu servidora (y supongo que para muchos otros más) ese no es el único caso. Cuando me enojo, cuando me preocupo, y hasta cuando estoy contenta, me pongo a llorar. El sentimiento, naturalmente, es diferente y, por ende, se siente distinto en cada situación mencionada.
Ciertamente, todos hemos vivido situaciones que nos han dado muchas más razones de las que queremos, no de las que tenemos, para llorar. La sublimidad de una melodía, una inesperada demostración de afecto, o una acción que restaure nuestra fe en la humanidad, son también razones valederas para derramar una lágrima, de pura alegría y éxtasis conjugados.
Otras tantas, en las que la pesadez que se ha alojado en el corazón no nos deja avanzar ni pensar coherentemente, lloramos de dolor (espiritual y físico), o de desaliento, o de desencanto. O todos juntos. Fracasar en el juego de las sillas, haber tomado una serie de malas decisiones, una dolorosísima infección renal, perder el amor por quien (o lo que) antes se amaba tanto, son argumentos perfectos para derramar una lágrima, de pura desdicha y frustración conjugadas.
Sin embargo, a pesar de ser de fácil lagrimeo, siempre he preferido llorar de alegría que de pena. Entre llorar de lo primero y de lo segundo, prefiriendo siempre lo primero, muchas veces he vivido algunas largas rachas de llanto por lo segundo. Este llanto es tan sombrío y continuo que, hasta a mí misma, me sorprende y me llega a exasperar. “Ya fue mucho, ¿no?”, llego a pensar para mis adentros.
Pero me justifico respondiendo que no es suficiente, todavía. Y, cuando creo que ya he llorado mucho, me vuelvo a justificar recordando algunos textos en los que varios conocedores de los caprichos de la psique recomiendan llorar para calmar la tensión, mejorar el estado de ánimo, reducir el dolor, suscitar un momento de paz. Yo qué sé…
Efectivamente puede que sea verdad. La calma post llanto la he vivido muchas veces en carne propia. Y aunque conozco el efecto de un buen lamento, nada de eso cambia mi debilidad más grande y longeva: llorar por todo y por nada, lo cual puede llegar a ser una situación muy incómoda, y hasta frustrante, para tu servidora.
Y, aun así, a pesar de la incomodidad y la frustración que me trae llorar, como mujer estoy del lado afortunado pues, aunque con el tiempo hemos buscado transformar nuestros juicios y responsabilidades con nuestros corazones y nuestras conciencias, que una mujer llore es casi inherente a su sexo. Para un hombre, aún sigue siendo un estigma, pues llorar se sigue considerando un signo de debilidad, o de falta de agallas.
Sé que mi llanto, porque así lo he vivido también, aunque continuo, tiende a ser más bien discreto y, aunque no busco compartirlo con cualquiera, su espontaneidad ha llegado a contrariar a muchas personas. En lo necesario y en lo desfavorable. En lo amistoso y en lo extraño. En lo laboral y en lo familiar.
Por ejemplo, cuando estaba casada, mi esposo me incitaba a dejar de llorar porque, según él, no le gustaba verme hacerlo. Hoy no sé si lo dijo por traerme consuelo a mí, o por no sentir la impotencia de no poder/querer/saber ayudarme. O qué decirme.
O, después, cuando falleció, mis tías me pedían que dejara de llorar, porque doce horas después de su muerte, ya había llorado suficiente. Hoy no sé si lo dijeron por traerme consuelo a mí, o por sentir que era su deber aliviar mi dolor. Y, mientras más pronto, mejor.
O un día, cuando tuve un serio problema laboral, mi jefa me pidió que dejara su oficina, y buscara un lugar donde (YO) pudiera llorar con más tranquilidad. Hoy no sé si lo dijo por traerme comodidad a mí, o por no darle a ella la incomodidad de verme llorar.
O puede que sólo esté viendo moros con tranchete…
Pero de lo que sí estoy segura, es de que, aunque llorar es casi tan contagioso como bostezar, no todos estamos preparados para compartir nuestras llorosas cuitas con personas que no conozcan nuestra alma. Y, pese a la familiaridad de algunos encuentros acuosos, tampoco todos los que conocen nuestra alma están preparados para dejarnos llorar con ellos o ellas. Es más: a veces ni siquiera nosotros mismos estamos preparados para permitirnos hacer un alto en la cotidianidad de la vida y ponernos a llorar. Digo, no es forzoso, y ni debe tener horario. Sólo que, a veces, es absolutamente necesario tanto como inesperado.
Y ¡sí que es inesperado! Pues el momento de llorar llega cuando tiene que llegar: cuando el alma ha llegado a su punto de quiebre, cuando hay demasiado pesar desbordando el corazón, cuando la mente decide que el pudor de llorar en público no importa. Da lo mismo en dónde, con quién, o cómo lloramos. Y lloramos mucho. A veces bajito. A veces fuerte. A veces con apocamiento. A veces con absoluta desfachatez. A veces en solitario. A veces rodeados de testigos.
¡Qué desconcertantes son los momentos en los que el corazón ha decidido no seguir padeciendo penas y decide resquebrajarse sin avisar!
¡Qué escandalosos son los momentos en los que las antiguas razones que parecían enterradas aparecen sin anunciarse y detonan un llanto nuevo!
¡Qué liberador para el alma resulta detener lo que sea que estemos haciendo para dar rienda suelta al capricho de llorar!
Porque llorar ayuda. Ayuda, porque así lo he experimentado, a sentir una especie de auto consuelo, y a provocar un tipo de osado compromiso paliativo entre la mente y el corazón. Pero aun siendo así de natural, no a todo el mundo le gusta llorar (o ver llorar a otros). Algunos otros no podemos evitarlo, aunque nos empeñemos en tragar gordo.
En lo personal, estimados amigos, estimadas amigas, en el momento culmen de mi dolor, no puedo ni tragar. Cuando lloro me dejo ir como si me hubieran tenido amarrada. Hasta que quedo vacía del dolor que va abandonando el cuerpo de a poco, en las lágrimas y en los flujos nasales. Hasta que el corazón retoma su antiguo ritmo pausado y cadencioso. Hasta que me doy cuenta que, aunque como dije, llorar ayuda, llorar no remedia del todo el problema que tenía en ese momento.
Pero mi objetivo no era remediarlo. Mi objetivo era deshacerme de la amargura excesiva que causa cualquier situación negativa. Aunque fuera provisionalmente. Mi propósito era despejar la enorme nube negra que obscurecía mi discernimiento. Aunque fuera temporalmente. Mi intención era reconocer mis sentimientos en lugar de reprimirlos. Y después de eso, a seguir con la vida.
Puedo concluir que llorar, aunque ha sido visto por muchos como una debilidad, no es tal cosa. Muy por el contrario: puedo asegurar que es una especie de liberación trascendental, un pequeño recordatorio de la combinación de nuestras mentes y nuestras conciencias de que estamos vivos, y de que podemos apasionarnos profundamente y sentir intensamente.
O puede que sólo esté tratando de curarme en salud…
En un mundo que se vuelve cada vez más impasible, y que con mucha frecuencia exige fortaleza a costa de nuestra prosperidad emocional, darnos la oportunidad de hacer una pausa, derramar algunas lágrimas y luego seguir adelante con la vida, es un acto de legítima defensa.
Llorar nos asusta y nos incomoda, porque las lágrimas parecieran signos de fracaso. Ver a otros llorar nos incomoda, porque no necesariamente estamos preparados para lidiar con el sufrimiento de otro, o para ver nuestras propias penas reflejadas en los demás.
Desde mi experiencia como chillona profesional, las lágrimas son signos de honestidad; son un tipo de auto reconocimiento silencioso (a veces) de las propias luchas, las alegrías personales, y cualquier otra razón que tengamos para derramarlas. Ciertamente, ni el mundo gira alrededor de nadie, ni la vida se detiene por las emociones de nadie. Pero a estas debemos honrarlas, y darles cabida en nuestras vidas, aunque sea por un momento. Y luego, como dije, a continuar con la vida.
Jamás me tomaré la libertad de aconsejar a quienes no me lo han pedido. Pero si pudiera hacerlo, recomendaría llorar cuando se tenga el deseo. Llorar sin temor a ser ridiculizados, o considerados absurdos. Creo que quienes se burlan, o no aceptan, la fragilidad de otros u otras, son a menudo los que más miedo tienen de sí mismos. La verdadera fortaleza no está en contener las emociones, sino en acogerlas sin temor.
Así que, con (o sin) el permiso de ustedes, continuaré llorando si es que debo hacerlo. Y lo haré cuando tenga qué hacerlo, en el momento que deba ser: en la calma de mi recámara, o en el bullicio de mi trabajo. Y, a pesar de las miradas de desaprobación, no dejaré que nadie me convenza de que mis emociones son algo que se debe ocultar. Aunque tenga que ir a llorar al baño…
Pero las lágrimas no son un espectáculo. Son la prueba de un corazón que se atreve a sentir, y no hay mayor valor que ese. Todo mundo tiene sus propias opiniones, pero mi bienestar es algo que solo yo debo proteger.
Llorando como Magdalena,
Miss V.
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