DE TAL PALO (NO SIEMPRE) TAL ASTILLA...
- yesmissv
- Aug 10, 2023
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Hay una fotografía de mis hermanas y yo, de cuando éramos niñas, que atesoro mucho. Yo soy la mayor, y en esa fotografía aparezco yo a los doce años vistiendo, tercamente, el sempiterno uniforme azul marino de la escuela, y portando una cabellera grifa por una ocurrencia mía de dejarme hacer una prematura permanente, que ni permaneció, y nomás hizo que se me viera una cabezota.
Mis otras hermanas, de ocho y dos años, se veían como niñas normales, bonitas y fotogénicas. Como siempre. La de ocho, con un peinado que era la moda en los ochenta, y la otra, completamente pelona.
Obviamente, el pelo no era nuestro punto fuerte en aquel entonces. Creo que son los gajes de crecer con la (casi) total libertad de elegir lo que a uno le gusta. Por lo menos en cuestiones foliculares.
Excepto a la menor, a la que raparon sin su consentimiento.
De entre las tres, según dicen los que nos conocen, mi hermana la de en medio y yo, somos las que más nos parecemos. Y, según dicen los que nos conocen, mi hermana la de en medio y la menor, son las que más se parecen. Otros, que también nos conocen, dicen que, muy por el contrario, somos la menor y yo las que nos parecemos más.
Obviamente, fue una lucha entre genes dominantes en la que, a veces, avasallan unos, y luego otros.
A pesar de esta mescolanza, de las tres, yo me parezco más a mi papá y, mis hermanas, cada vez se parecen más a mi mamá. No negamos la cruz de nuestra parroquia. Aunque sea físicamente hablando, de tal palo, tal astilla.
De las tres, puede que por ser la mayor, yo siempre fui la más obediente, y la que más se sometió a las exigencias, enseñanzas, y caprichos de mis novatos papás. Y, a pesar de mi atolondrada soltura y mi imprudente extraversión, también fui la más apocada, la más sosegada, y la más miedosa.
Tal vez un poco como mi papá fue, tolerantemente hace mucho tiempo, por amor/sumisión/respeto, a su propio papá. De tal palo, tal astilla.
Mis hermanas, sin embargo, siempre fueron más rebeldes, y las que menos se sometieron a las imposiciones, adiestramientos, y disparates de mis inexpertos papás. Y, a pesar de dormir todas en la misma recámara, y recibir la misma educación, ellas fueron más atrevidas, más rezongonas, y más insubordinadas.
Tal vez un poco como mi mamá se ha ido transformando con el tiempo, sabiamente, por amor/solidaridad/rebeldía con su propia mamá. De tal palo, tal astilla.
Sin embargo, recuerdo que, seguramente por ser tan obediente y tan apocada, muchas más de las veces que me atrevo a confesar, con mucho dolor, fui mediadora involuntaria entre mi papá y mi mamá; entre mi papá y una de mis hermanas; entre mi mamá y la otra.
Casi siempre creí, porque nadie me dijo lo contrario, que, como la hija mayor, era mi deber ser confidente de las cuitas de los adultos, solapadora de sus cuentos y, además, la mensajera de las comunicaciones que pudieron haberse hecho ellos mismos, pero que, por orgullo, no se hacían, y que los llevaban a atascarse en unos atolladeros conyugales, a los que, a veces, nos arrastraban a sus hijas.
No tuve mucho éxito. Pero, al fin y al cabo, yo sólo era una niña... aunque fuera la mayor.
No quiero que se me tache de juez implacable, que se guarda todo, pero que no olvida nada. Ya todo eso es cosa del pasado. Yo también tuve cola que me pisaran en mi vida de casada, y mucho tiempo después, como mamá.
Pero también fue (y es) mi deber buscar la cura, para no echar la culpa.
Esto que hoy relato es sólo una memoria de lo me tocó vivir en aquel entonces, y que hoy me toca ver desde mi lugar de adulto que ha tenido que adaptarse, evolucionar y rehacerse en muchos aspectos de su historia.
Aunque todavía falta...
Retomando lo anterior, creo que este fenómeno, el de que nuestros papás nos traten como adultos, siendo todavía unos niños, y que nos usen como confidentes de cosas que sólo deben contársele a otros adultos, cuando nosotros únicamente somos sus hijos, es un calamitoso inconveniente que nos heredaron las muy pletóricas generaciones de antes. Un repetitivo atavismo que muchos palos fueron dejando en sus muchas astillas. Un incómodo legado que, seguramente, ellos recibieron de sus propios papás; y éstos de los suyos, y así sucesivamente, hasta llegar a las primeras almas adoloridas.
Almas adoloridas que, con punzantes palabras, brutales bofetadas, o repudiables rechazos, van contaminando a otras, en su presente o en su futuro, utilizando las excusas del pasado, pero que van taladrando dolorosas grietas en el corazón de quien las recibe.
Pero, tampoco está todo perdido. Sobre todo para los que quieren encontrar alivio para el alma.
Porque, de querer, tal vez casi todos quieran. Pero, de poder...
Ésto pasó con una persona a la que amo, por ser astilla suya.
Quiso.
Se resistió, con mucho miedo y dolor, pero también con mucho deseo y voluntad (y también mucha ayuda) a ser la inherente astilla del despiadado y lacerante palo que la precedió.
Y, finalmente, pudo.
Liberarse del yugo de esta cadena histórica de (muchas veces inconscientes, otras tantas deliberadas) heridas emocionales, no es cosa que se arregle de la noche a la mañana. No es algo que encuentre fácil solución sólo con la voluntad o el deseo de hacerlo, aunque la voluntad y el deseo de hacerlo sean grandes.
El dolor infringido por otros, no sólo cala hasta los huesos, sino que paraliza la voluntad. Y entumece nuestros deseos. Ésto es lo que muchos otros que no conocen la trama de nuestra novela personal, no comprenden.
Detener la marcha del tren del suplicio histórico-familiar, que viaja descontrolado desde el pasado, sin contenciones, y casi sin hacer altos de una estación generacional a otra, requiere de una fuerza interna tan poderosa, que no cualquiera es capaz de someterse a la inminente metamorfosis que la mente y el corazón están destinadas a sufrir. Porque, por experiencia lo digo, revolcarse en el auto-sabotaje y la auto-compasión que causa la amargura, a pesar de ser tan dolorosas, es menos vergonzoso y, a veces, hasta más cómodo que pedir ayuda.
O, quizá, porque la voluntad y el deseo están tan marchitos y sobajados, que no se pueden tomar decisiones, ni para el bien de nuestra propia seguridad o felicidad. Por desgracia, no sólo la implacabilidad, sino incluso el apocamiento, también se aprende, y nos convierte en astillas de otras ramas secundarias que, aunque sean menos visibles, no dejan de causar amarguras.
Y no. Aunque otros sabiondos que nada saben, insistan en dar consejos para que los demás puedan, no sólo detener, sino hasta destruir exitosamente, como unos héroes no convencionales, ese tren desbocado en el que ellos no han viajado, o no conocen, porque es diferente a su propio tren, no se puede poner un freno, pues no hay capacidad emocional para decir "hasta aquí", ni para salir de ahí.
Porque, muchas veces, ni siquiera podemos tomar decisiones básicas para conseguir nuestra propia calma física. Mucho menos la emocional.
Pero siempre hay una luz al final del túnel; invariablemente hay, en cada clan, un impensado, pero muy necesitado, muro de contención, esperando su momento en alguna de las muchas estaciones generacionales que este tren despedazó al pasar. Siempre existe, en cada camada, una persona transformadora, un ejemplo para los callados. Un roble tan fuerte como tan capaz de hacerle frente al tren y, a veces de golpe, a veces de a poco, cambiar su rumbo, o su fuerza; o detenerlo/destruirlo completamente, cuando ha decidido no ser una astilla del palo que le antecedía; aunque este tren, tan desbocado, lleve tras de sí un convoy cargado hasta el borde, con sus propios pesares: los que le fueron endilgados, de los que no pudo o quiso deshacerse, los que fue incapaz de rechazar, y los que fue recogiendo, por cuenta propia, en el camino.
No parecieran ser, de ninguna manera, astilla del árbol que los engendró.
Parecieran ser, de alguna manera, sus propios árboles.
O el principio de un tren con un rumbo distinto al de la uniformidad y la monotonía en las imperturbables vías de la rutina histórica de su clan.
Muchos de estos reformadores son individuos que, a pesar de no haber recibido apoyo emocional en su infancia, en su adultez no se escudan con la vieja y encogida excusa de ser como son, porque a ellos los educaron así.
Son personas que, pese a no haber tenido cariño por parte de sus progenitores, en su madurez no escatiman el amor hacia los suyos, sólo porque ellos no recibieron suficiente.
Son seres humanos que, aún cuando tienen el alma destrozada por la cruel falta de oportunidades, es su elección hoy no ser una astilla del palo que les trajo tanto dolor y sufrimiento ayer.
Muchos de estos reformadores nacieron, venturosamente, como revolucionarios natos. Otros, como mi roble predecesor, lo fueron aprendiendo, a veces penosamente, destrozando los arquetipos heredados, a fuerza de vivirlos. O de sufrirlos. Otros están, afortunadamente, en el camino del que, una vez que comienza a recorrerse, tratando de dar pasos firmes, ya es un poco menos posible desviarse. O abandonar completamente.
Hoy veo, como lo veo en la persona que amo, en el roble que me precede, que abrir los oídos a los no silenciados problemas de ayer, y desnudar el corazón a la deseada independencia emocional de mañana, nunca llegan tarde. Mientras les permitamos llegar. Mientras queramos que lleguen.
Y, aquél que quiere, puede encontrar alivio para el alma, aunque cueste mucho lograrlo.
Porque, de querer, tal vez casi todos quieran. Pero, de poder...
La más ordinaria de las astillas,
Miss V.
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