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CUANDO NADA SALE BIEN...

  • Writer: yesmissv
    yesmissv
  • Feb 21
  • 7 min read

Updated: Feb 28



Quienes me conocen saben que, a pesar de los pesares, prefiero ver el lado positivo de las cosas, antes que dejarme llevar por el desconsuelo de los diversos escenarios trágicos en mi vida. No quiero decir con esto que mi vida esté plagada de tragedias únicamente. Muy por el contrario: las cosas buenas siempre superan a las malas. Pero cuando hay tragedias, tampoco significa que no me calen hasta lo más profundo. Tampoco pretendo ser un fastidioso rayito de sol que se la pasa sonriendo ante cualquier frivolidad, o que busca traer la paz y la armonía a donde ponga el pie.


Con todo esto, muchas veces me ha pasado que, cuando estoy en medio de un agujero existencial y/o emocional, con mucha facilidad puedo visualizarme en la calma después de la tormenta, y eso me ayuda a sobrellevar el mal trago.


Dicho mal trago, o malos tragos, según la situación, son siempre pasajeros, pero no por ello menos pesarosos. Te voy a poner un ejemplo: los días que iba a dar a luz tanto a mi hija como a mi hijo, éste último cuatro años después del primero, los dolores de parto que ya muchas conocemos (y que algunos hombres se atreven a comparar, muy neciamente, con un golpe en los bajos, o con un dolor de muelas), me tenían deseando maltratar a cuanto fulano o fulana se me pusiera enfrente.


Eso pasa cuando intentas sacar un melón por la abertura por donde sólo cabría un limón. El dolor es tal que sientes que te vas a partir en dos, y parece que a nadie le importa: a las otras mujeres que están ahí, porque ellas sufren su propio dolor; y a los dizque conocedores en la materia, porque la parturienta en cuestión no es su primer caso, y seguramente, tampoco será el último; por lo que, con la manota en la cintura, te dicen que te calmes, o que, si no, no te van a atender.


Aquí entraba yo en un tipo de disociación en el que mentalmente, me plantaba en el después. Y creo que es lo que me ayuda a soportar ciertas situaciones estresantes a la fecha. Esa sensación de estar despegada de mí misma y de mis emociones, me lleva a pensar que los individuos que estaban alrededor de mí se tratan más de un sueño, que de personas verdaderas. Es una interpretación difusa de mí misma, seguramente causado por la gravedad del estrés de los problemas que esté atravesando en uno u otro momentos.


Fíjate que hoy es uno de esos momentos.


Esta es una racha de varias semanas en las que siento que mis experiencias de vida, mis expectativas laborales, y hasta mis expansiones emocionales han entrado en juego. Y se han liado para jugar en mi contra.


La lucha entre mis experiencias, mis expectativas y mis expansiones, y mi eterna ñoñez, llamada profesionalismo por una jefa muy comprensiva, ha hecho de esta circunstancia, misma que ya se había repetido antes, hace mucho, una que me ha llevado a sentirme miserable por casi dos meses en los que me he distanciado de mis penas, con la esperanza de situarme en un momento en el futuro en el que ya haya pasado todo.


Ahora bien. No soy un espíritu tan elevado como para hacer dicha disociación de manera inmediata, en un ejercicio contemplativo de la naturaleza y la existencia. Resulta que mi propio miedo, junto con mi muy vívida imaginación, poco a poco me van conduciendo hacia allá, antes de darme cuenta de que ya estoy en el suave mundo de la desconexión emocional. Pero primero, previo a encaminarme a ese lado, muchas veces he tenido que llorar, como es mi costumbre ante los casos difíciles, como una verdadera Magdalena. Pero de esto, te hablaré luego. Ya tengo planeado otro viacrucis literario.


Pero, ¿qué es lo que me mueve hacia la desconexión de todo y de todos? A pesar de haber trabajado muy atrevidamente en mi conciencia y en mis emociones, las injusticias, el trabajo mal hecho, y la negligencia de otros, me siguen encendiendo una mecha que me es muy difícil apagar, una vez encendida. Tan así se volvió el calor de una situación laboral reciente, alimentada por la desazón de otra situación personal, que me llegué a cegar y a ensordecer a los hechos y a las explicaciones de otros y otras. Y mi cerebro y mi lengua se dejaron ir, y se llevaron entre los pies a mi conciencia y a mi corazón, como si encontrara placer en el escozor de mi propia toxicidad, tan hiriente y tan infame. Mi miseria fue tal, que lo único que quería era regresar al adormecimiento de la rutina, donde todo sale bien. Pero también me urgía ir a ese lugar en el futuro, donde este presente se convirtiera ya en pasado y que, lo que nada salió bien, fuera ya una experiencia antigua.


Mis planes nada tuvieron que ver con los planes que La vida tenía guardados para mí, ya fuera por situaciones que me fueron ajenas, y de las que hice una tormenta, o directamente relacionadas a mis elecciones, de las que ya no pude escapar. Sé que es muy fácil para mí dejarme llevar por el enojo de cualquier situación que antagoniza mi tranquilidad, y en el transcurso, despotricar en contra de quien, creo yo, es culpable.


La primera bandera roja de que nada iba saliendo bien, fue esa precisamente: atacar, casi sin elegancia, a quien creí causante de mis desdichas. La segunda, curarme en salud, culpando a aquellos que, aparentemente, habían confabulado en mi contra, y en MI contra, únicamente. La tercera, la cuarta y el resto de las muchas banderas rojas que se me clavaron en la voluntad, fue permitir a esa situación personal que mencionaba, trenzarse de tal manera con mi situación laboral, que quedé atrapada en un limbo emocional en la que no hice nada fructífero por ninguna de ellas. Pero ellas sí hicieron mucho por mí: me dejaron muy mal parada a ojos de mis empleadores. Tal vez, también, a ojos de mis allegados más queridos.


Con la pata bien metida hasta la rodilla, resultado de una serie de indolencias, imprudencias e insensateces; con la situación familiar ocupando casi toda mi esencia, casi toda mi mente, y casi toda mi confianza; y con todas las excusas (todas ellas serias y verdaderas) de las que tuve que echar mano para eximirme de mi comportamiento, como una novata cincuentona, comencé ese viejo proceso de disociación, colocándome en un momento en el futuro, cuando ya todo eso hubiera pasado.


Quienes me conocen saben que, a pesar de los pesares, prefiero hacer de más que hacer de menos, antes que dejarme llevar por algún descuido en los diversos escenarios laborales en mi vida. No quiero decir con esto que mi vida esté llena úniamente de cosas maravillosamente hechas, y de decisiones muy bien tomadas. Muy por el contrario: ha habido cosas malas que superan en emoción a las buenas. Pero cuando hay momentos como este, tampoco significa que no me calen hasta lo más profundo. Lo que quiero decir es que, con todo y mis buenas intenciones por hacer las cosas como me enseñaron, y como yo sé que deben hacerse, a veces nada sale bien.


Es historia antigua que los inconvenientes en el camino son llamadas de atención de La Vida misma. Pero así de antigua es también la historia de querer justificar nuestros fallos, aduciendo a otras instancias en nuestro andar que, aunque sean reales, no corrigen el mal que se ha hecho, consciente o inconscientemente.


En la aún frágil calma que precede a la tormenta, me he obligado a detenerme, deliberar y determinar mis pasos, mis prioridades y mis perspectivas. Cada problema representa un desafío, a veces dulce, a veces doloroso, que me están empujando a crecer, o adoptar un nuevo enfoque, aunque al principio me ciegue el dolor, resultado de haber incurrido en una falta. Mis equivocaciones me resultan en extremo incómodas. Incluso, vergonzosas. Pero estoy segura de que no soy la única.  Y también estoy segura de que no soy la única que aprende las lecciones, a veces tardíamente, que siempre conllevan escarmientos, disfrazados de enseñanzas importantes, que me incitan a la evolución, a la entereza y un entendimiento más profundo de mí misma.


Cuando nada sale bien, hay una serie de sombríos sucesos que se confabulan en mi contra, y se vuelven, emocionalmente, más que simples obstáculos que no pueden sortearse tan fácilmente. Pero estos sucesos, a la luz de hoy, se dejan ver como signos o puntos de inflexión que dan lugar a la transformación, aunque en esa transformación a veces esté en juego la paz mental, la paz espiritual, y hasta la paz laboral.


Cuando nada sale bien, hay gente alrededor desconociendo mi actitud, tan nueva y tan extraña, y juzgando el efímero momento del dolor, antes que comprender que, también las personas sonrientes y amables, llegamos a sentir amargura por dentro. Pero estos sucesos, a la luz de hoy, se dejan ver como oportunidades de evolución que pueden ayudarme a recorrer el camino con mayor discernimiento y mejores objetivos.


Cuando nada sale bien, no siempre tendremos el apoyo o la simpatía de otros, al dejar pasar nuestras pifias de largo. El camino está lleno de segundas o terceras oportunidades, que nos llevan a la mejora, aunque esta parezca lejana. Avanzaremos siempre, no importa cuán lentamente, mientras tengamos el deseo de aprender y estar dispuestos a intentarlo de nuevo. Con o sin (supuestas) disociaciones o desconexiones…


Equivocarse es una parte fundamental del camino que andamos, porque los errores son eficaces maestros que nos impulsan a avanzar, adecuarnos, y afinar, con más amor del que creemos que merecemos, el juicio de nosotros mismos y de quien camina con nosotros. Sin errores, no habría experiencias, ni evoluciones, ni éxitos reales, pues cada derrota trae tras de sí el nuevo conocimiento, y cada desventura es un paso más hacia la conquista de nuestra angustia y desesperación.


Los errores tampoco determinan quiénes somos. Cada yerro es sólo un instante en el camino, a pesar su duración; son sólo momentos de nuestro viaje, a pesar de su frecuencia. Pero no son la meta última. Ciertamente, y como lo mencioné antes, cada cosa que no sale bien puede resultar agotadora para el alma y la mente, pero no es el fin. Por el contrario, con mucha más frecuencia de la que creemos, nos dejan entrar a un impresionante número de posibilidades nuevas, perspectivas nuevas y pujanzas nuevas que no habríamos sido capaces de descubrir de otro modo.


Justo ahora, después de escribir esta diatriba, tal vez para autoconvencerme de que también tengo el derecho de sentirme cansada, triste, y hasta derrotada, siento mi corazón y mi mente un tanto menos abrumados. A pesar de mi eterna ñoñez (o profesionalismo), debo darme permiso de creer que crecer es un recorrido constante, y que cada prueba que se atraviesa en mi camino es la voz de La Vida diciéndome que ese es el momento de crecer en sabiduría, fortaleza, y entereza.


En lugar de temer a los errores, debo aprender a aceptarlos como señales de que estoy intentándolo, progresando y, en última instancia, viviendo.


Miss V.




 
 
 

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