¿CELOSA, YO?
- yesmissv
- Jun 13
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Updated: 5 days ago

Hace un montón de años, cuando yo tenía nueve, y mi hermana menor, cinco, mi mamá nos dio la feliz noticia de que estaba embarazada. Los bebés son casi siempre una buena noticia para los hermanos o hermanas mayores, sobre todo después de tantos años. Por lo tanto, que un bebé llegara a nuestra familia después de seis, era una noticia tan hermosa, que nos pusimos a llorar de felicidad.
Con esta bebé, a quien llamaremos María (sólo porque así se llama) nacida en octubre, vendría a completarse mi primer familia nuclear como la conocemos hasta ahora. Mi otra hermana, la niña “sándwich”, a quien llamaremos Adriana (porque ese es su nombre) sin embargo, no estaba tan contenta con esta ocurrencia. Y menos contenta cuando mi mamá dio a luz a otra niña.
Esto fue, felizmente, un acontecimiento temporal. Pero lo que Adriana sintió en aquel entonces me mortificó a mí por mucho tiempo, porque, chiquilla como era tu servidora, creí que ella no quería a la bebé. Ya sabes: arrebatando (y haciendo míos) los pesares que no me corresponden, desde tiempos inmemoriales. Los adultos, conocedores del mundo y de los sentimientos infantiles, solo dijeron: “está celosa”, pero eso no significaba nada para mí, pues yo no tenía idea de lo que era estar celosa.
Es más. Ahora que lo pienso, no sé si Adriana estaba realmente llorando de alegría por el nacimiento de María, o porque presentía que tenía que rivalizar con una bebé por el amor y la atención de su papá y su mamá.
Entonces, mi mamá, hizo algo que me parece bastante sensato, y que ayudó a aminorar el fuego de los celos: comenzó a involucrar a Adriana en los cuidados, los juegos, y el descanso de María; dejaba que la cargara, la peinara, y la ayudara a cambiarla; la animaba a que le contara cuentos, a que le pegara calcomanías, y a que le enseñara lo mucho que ella, como hermana grande, ya sabía. La cosa pareció ir mejor a partir de ahí.
“Mamita, ¿Qué son celos?” Así se lo pregunté a ella un día. Y con su vasta experiencia me lo explicó todo, pero con la mía tan limitada, entendí muy poco. Escuché algunas frases que, por ser repetitivas en mi entorno familiar, pude captar perfectamente (personas envidiosas, querer lo que tienen los demás y a Dios no le gusta esto), pero no entendí la emoción que las acompañaba. Honestamente, me quedé en las mismas. Pero, obvio: yo sólo tenía diez años y, aparentemente, ningún motivo para envidiarle nada a nadie. Por lo menos no con conocimiento de causa.
Y, ni aun con semejante explicación, pude conectar el nombre con el sentimiento todavía. Ni mi conciencia ni mi corazón estaban preparados para reconocer una emoción tal que, después de tantos años de vivir en este plano, ahora reconozco (y he atestiguado de primera mano) puede llegar a acabar con quienes son víctimas de nuestros celos. O peor, con uno mismo. Ya como adulta me tocó sentirlo de manera más “razonada”, si se me permite la expresión. O más bien, percibirlo de manera menos irracional. Es decir, reconocí que los estaba sintiendo. Aunque no necesariamente lo haya aceptado.
Ahí fue cuando empezaron a caerme algunos veintes de manera retroactiva pues el sentimiento físico que sentí con mis primeros celos conscientes, ese tipo de ardor en la boca del estómago que sentía gracias a los celos en mi edad cuasi adulta, definitivamente era el mismo que llegué a sentir cuando era una mocosa cándida y lampiña.
Este incendiario sentimiento, mismo que antaño no conocía por su nombre, pero que llegué a sentir desde niña (y también al ir creciendo), comenzó entonces a tener sentido. Sobre todo cuando recordé los momentos de mayor resentimiento contra aquellos y aquellas que me habían hecho daño. Como cuando mi amiguilla de segundo de primaria me despreció en el recreo por juntarse con otra chiquilla; cuando la maestra felicitó a otra mocosa por haber hecho un dibujo más bonito que el mío; cuando mi primer amor platónico ni de chiste me correspondía a mí, sino a mi mejor amiga…
Pero también, valga mencionarlo, fui sujeto de celos algunas otras veces. Como cuando todavía estando en párvulos, me llevaron a leer una lectura para que los niños de sexto vieran que una mocosa de cuatro años podía leer mejor que ellos; o cuando, ahora sí, gané otro concurso de dibujo, y hasta uno de canto, sobre otras niñas tan capaces como yo; o cuando mi exnovio me exigió que nos fuéramos de una fiesta en la que yo estaba cantando (por trabajo), porque el guitarrista del grupo se acercó demasiado a mí.
Tener celos, creo yo, es una emoción normal para casi toda la gente, independientemente de la edad. Y de las razones que los causen. Aunque los niños no tienen las habilidades necesarias para manejar este sentimiento tan complejo, ni saben utilizar las palabras adecuadas para explicarlo, pueden enfrentarse a él como lo hizo mi hermanita: haciendo berrinches, llorando (aparentemente) de la nada, dejando de comer, y no poniendo atención en la escuela, los adultos (a veces) contamos con una variedad mayor de herramientas para, si no erradicarlos, por lo menos sí disminuirlos. O, quizá, nada más disimularlos. Yo qué sé…
En mis variadas, pero escasas, relaciones con cientos de personas, pero con algunos hombres en lo particular, he sufrido de un buen intercambio de celos. De aquí para allá, y de allá para acá. No me preocupé demasiado cuando esto ocurrió la primera vez, porque también llegué a escuchar que un poco de celos no le hacían daño a nadie, y que podían ser, además, una indicación de que en la relación hay cariño y preocupación. Pero ¿Quién sabe a ciencia cierta cuánto son “un poco” de celos?
En mis relaciones más profundas, los celos oscilaban entre esas pequeñas molestias que causan algunas miradas trepadoras por parte de mi pareja hacia alguien más, hasta la extravagancia de tener tremendos arrebatos, cuando esas miradas iban acompañadas de una sonrisa y/o un “hola”.
O, entre la incomodidad de saber que alguna mujer le enviaba a mi esposo o a mi novio, algún mensaje “sólo para saludar”, y la rabia de saber que también, casi a escondidas, ese mensaje recibido llevaba una respuesta casi igual de amistosa y casi igual de interesada por el bienestar de la lagartona esa que escribió el mensaje.
Estos son sólo unos muy magros ejemplos pues, los celos, damas y caballeros, no se limitan exclusivamente a las relaciones amorosas, sino a todo (TODO) tipo de vínculos sociales. Pero, obviamente, esto lo saben muy bien también ustedes, pues no hay quien, en este planeta, por mucho que se empeñen en mostrarse zen o indiferentes, no haya sentido, aunque sea exiguamente, como mínimo una sola vez, celos a causa alguien más.
Usualmente, tiendo a ser bastante observadora (por no decir fijada). Desde el acre punto de vista causado por mis incipientes experiencias en este plano años ha, que las demás personas fueran celosas e inseguras, era problema de ellas y nada tenía nada que ver conmigo. Pero que, además, tu servidora pudiera reconocer y censurar los celos en otros, solo hablaba, según yo, de mi maravillosa atención a los detalles. Pero la auto observación es algo me costó mucho trabajo dominar, pues es bien sabido que no existen mejores maestros que aquellos que son un espejo de nosotros, aunque nos empeñemos en vivir en la ceguera emocional.
Sí, estimados amigos y amigas. Soy una mujer celosa que no sintió celos sólo una vez, sino muchísimas veces. No fueron celos tranquilos, manifestados de manera convencional y equilibrada, sino de modo escandaloso e inmaduro. Mi vida estaba transformándose en una parodia, mis pensamientos se estaban convirtiendo en una pantomima, y mis acciones se estaban volviendo un disfraz. ¿Quién era yo, realmente?
Con semejante carga emocional, decidí que debía trabajar, durante muchas horas de terapia, mis múltiples temores, mis constantes dudas, y mis frecuentes desconfianzas, resultado de la falta de amor propio, y de la falta de la compasión y empatía que sentía que los demás no me brindaban. Yo, aquella niña que no había podido conectar el acontecimiento con el sentimiento en su niñez, tuve que atravesar largas sesiones de tratamiento emocional para curar/aminorar mis recelos, y para disipar las dudas al respecto de mi propia valía…
Un largo camino he andado ya y, a pesar de lo transitado, lo sentido y lo experimentado, no he dejado de sentir celos. A veces menos, a veces más. De propios y de extraños. Pero la humanidad de mi corazón me recuerda lo que la dureza de mi cerebro insiste en imponer: que no soy una autómata, que hay emociones todavía, y que aun puedo aprender.
Estoy absolutamente segura de que vivir con alegría no se trata de ignorar las emociones que históricamente se nos han enseñado como innobles y maliciosas. Los celos incluidos. Y estos, según mi propia opinión son, más bien, un síntoma de otro sentir. Probablemente miedo.
Pero ¿Quién se atreve a mirar dentro de su propio interior sin salir herido? ¿Quién es capaz de examinar su propia honestidad, o la falta de ella? ¿Quién quiere arriesgarse a encontrar el cómodo clavo incómodo del chantaje, el auto sabotaje, y los celos, que nos hacen sentir tan bien y tan mal al mismo tiempo?
Por lo pronto, he comenzado a reconocer mis sentimientos sin juzgarlos. Y, aunque sé casi con seguridad cuales son las causas de mis celos, tantas veces infundados, casi siempre me aferro a creer que, sobre todo por mi edad y experiencia, el miedo, la inseguridad y la comparación ya no deberían afectarme. Pero, finalmente, termino por reconocer su existencia.
Cierto. Como mencioné arriba, los celos son una emoción natural y nadie estamos exentos de ellos. Y si no se regulan, pueden nublar nuestro juicio y dañar nuestras relaciones. Sin embargo, la moraleja es clara: la verdadera paz no proviene de tener lo que tienen los demás, sin importar la naturaleza de la posesión, sino de amar quiénes somos y lo bueno que poseemos en el corazón.
Entusiastamente celosa,
Miss V.
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