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BOICOTEADORES (Y BOICOTEADORAS) EMPEDERNIDOS

Writer's picture: yesmissvyesmissv

Updated: Jan 31



Como casi todos los maestros que conozco, tu servidora quisiera, cada semestre, tener a su cargo grupos con el menor número de alumnos y alumnas posible. A estas alturas de la vida, y con la cantidad de gente que habitamos esta ciudad y este planeta, esto ya puede llegar a ser bastante difícil. Aunque no imposible.


Tal es el caso del que les voy a platicar hoy. Este semestre fui bendecida con tener a mi cargo un grupo muy reducido de alumnos. Ocho, para que lo sepas. Si acaso tuviera el atrevimiento de comparar este breve número con la cantidad de alumnos de otros profesores cuyo número de estudiantes sobrepasa los treinta, ocho es, efectivamente, una bendición. Pero se pone mejor.


De estos ocho, sólo seis, lo suficientemente responsables y con deseos de aprender (o de aprobar la materia con más que sólo la cantidad mínima aprobatoria), creyeron que era lo correcto continuar asistiendo a su clase, aun cuando tenían la libertad de no hacerlo. Los otros dos, un alumno y una alumna respectivamente, con la soberbia que a veces caracteriza a la juventud, en lo particular a la juventud a quien sus papás, mamás o cuidadores en general les han hecho creer que el mundo gira alrededor de ellos, decidieron que obtendrían un diez en el examen, por lo que no iba a ser necesario asistir al curso en lo absoluto. Por ello, la audacia de no entrar a clase a trabajar el porcentaje que completa su calificación semestral estuvo resuelta casi desde el principio del curso.


Este nuevo programa, valga comentar, permite a los alumnos y las alumnas manejar sus asistencias a clase con la misma libertad que tiene un chivo al que sueltan para comer y retozar en una pradera un domingo. O sea: a su antojo y sin preocupaciones. El objetivo, según cuentan los que dicen que saben, es que los alumnos y alumnas aprendan a autocontrolarse de tal manera que ellos y ellas sean quienes tomen la decisión de estudiar su asignatura o no, “responsabilizándose de las repercusiones de sus decisiones”. La diferencia es que el chivo no tiene la responsabilidad de mostrar/revisar/practicar lo aprendido, y sus papás o mamás, o sus cuidadores, no se desfalcan pagando colegiaturas carísimas, mismas que seguramente, podrían pagar con la mano en la cintura. Independientemente de esto, mis dos soberbios chivitos están, precisamente, en su propia pradera cada uno.


Aproximadamente a dos semanas de iniciado el curso, justo antes de que abandonaran su clase para el resto del semestre, fue cuando comencé a advertir un cierto tono de disgusto en sus respuestas a mis preguntas. Particularmente en las de él, a quien llamaré Alberto; no tanto en las de ella, a quien llamaré Julia. Ese tono de disgusto es, según mi vasta experiencia docente, una señal casi inequívoca de que, o no les agradaba la materia, o no les agradaba la maestra. O ambas. Pero tampoco había señales de que, aun con la profesora que les tocó, quisieran dar una opinión beneficiosa para que, con los vastos conocimientos que dijeron que tenían, pudieran ayudar a desarrollar su propio aprendizaje y enriquecer el aprendizaje de los demás. Sus opiniones querían ser rebuscadas; sus actitudes, indiferentes; sus tácticas, provocadoras.


En los momentos de participación en clase, algunos de los compañeros de Alberto secundaban sus respuestas, aunque estas fueran descabelladas, o aunque las opiniones de los otros hubieran sido enfáticas, diferentes, o diametralmente opuestas. Otros, no se atrevían a llevarle la contraria, so pena de recibir las mismas ásperas respuestas que yo recibía, pero que gracias a mi experiencia, casi se me resbalan con facilidad. Casi. Justo en ese momento supe que Alberto, más que Julia, buscaba ser un boicoteador.


Mi preocupación por mis alumnos es muy similar a la preocupación que siento por mi propia hija y mi propio hijo. Muy similar. De igual manera, muy parecida a la preocupación desmedida que a veces siento por ellos, ésta a veces tiene un límite que no es muy claro, pero sí bastante largo. Que estos dos alborotadores estudiantes hayan elegido no entrar a clase fue algo que me mortificó mucho desde el principio, porque desde el principio lo juzgué muy temerario. Prácticamente, Alberto en lo particular, me estaba dando a entender (y así decidí interpretarlo yo) que él ya sabía todo lo que tenía que saber, que no había cabida para ningún nuevo aprendizaje, y que, además, al declarar que sí iba a aprobar el examen, también insinuaba que tenía el don de adivinar el futuro.


Cuando me atreví a reportar su ausencia a clase con las autoridades escolares, más por esa eterna preocupación de la que te hablaba, que por fastidiarle la vida, (cosa que resultó ser un efecto secundario) Alberto se atrevió a decir que él y yo “no hacíamos ‘click’”, por lo que regresar a clase estaba fuera de discusión. Ahora. ¿Cómo espera alguien que no va a clase hacer “click” con su maestra? Y, más aún: ¿Cómo espera alguien, que nunca trabaja en clase hacer “click” incluso con el resto de sus compañeros, a quienes su presencia también llegó a irritar?


Ahí terminó mi preocupación por Alberto. Y, dadas las circunstancias, bien que me duró…


Alberto llegó a ir dos (dos) ocasiones más a clase: una después de mi acusación, y muy a regañadientes. La otra, una semana antes del examen final. En la primera, se quedó dormido y su participación en clase fue lo mismo que si no se hubiera presentado para nada. Pero por lo menos no dio lata. En la otra, el aparente nerviosismo que siempre trae consigo un examen lo movió medianamente, como siempre esforzándose por mostrarse calculador y confiado, a entrar al aula para registrarse para su examen. Y en las dos, sus compañeros no pudieron evitar sentirse algo incómodos con su presencia.


Después de eso, volví a verlo hasta el día del examen final. Ese día su comportamiento fue mucho menos insolente y otro tanto más tolerante que el primer día de clase. Quizá resultado de los nervios, quizá resultado de su maravillosa opinión de sí mismo. Y, a pesar de que esta excepcional faceta de él se me fue negada desde el principio, porque él mismo no me dio oportunidad de conocerla, maestra como soy, siempre he preferido darles siempre a mis alumnos el beneficio de la duda cuantas veces sea posible, muy a pesar de las primeras impresiones. No siempre, sin embargo, recibo yo la misma cortesía.


Después de todos estos irritables episodios creo que Alberto cae en esa nutrida lista de las personas quienes han sido alumnos y alumnas boicoteadores durante mi larga vida docente. Esta lista no excluye a compañeros y compañeras de trabajo, déjame decirte. Obviamente, después de tantos años en el magisterio, puedo decir que él no ha sido mi primer alumno boicoteador, pero sí es el más reciente. Y, seguramente, tampoco será el último; pero hoy por hoy me toca lidiar con su boicot, y a la misma vez, tratar de comenzar a aprender a apaciguar, desde mucho antes, mi preocupación por aquellos que obstaculizan la mejor convivencia.


Pero no creas que soy toda calma y madurez. En ocasiones, me siento tan retada por las actitudes de desafío, desfachatez y boicot, que me dan ganas de hacerlos entrar en razón a cachetadas. Seguramente, otros sentirán lo mismo conmigo, así que hasta aquí me detengo…


Alberto, como muchos otros y otras de cuyos nombres no quiero (ni puedo) acordarme, es un joven adulto que se niega a madurar con tal de no dar su brazo a torcer con sus profesores, profesoras y compañeros y compañeras, si sólo para su mismo beneficio, como una engreída forma de protesta, contra no sé qué; o como una presuntuosa muestra de superioridad, para no sé qué efecto.


Puede que no lo sepa a ciencia cierta, pero tal vez lo sospecho; pues no es la primera vez que me doy cuenta de que, semejante tipo de protestas no van, en sí, contra mí, sino en contra de quien le recuerdo o quien le represente al rebelde en turno.


Un día una joven maestra a mi cargo me contestó casi igual que Alberto. Casi. Pues por su edad y por su posición de docente se pudo controlar muy a tiempo. Para no quedarme atrás, le contesté igual. Esto no lo esperaba ella, ni yo lo tenía planeado. Luego, cuando se calmaron las aguas y con un tono mucho más suave, me ofreció disculpas, y me confesó que me contestó así porque le recuerdo mucho a su mamá, con quien no tiene una relación de mucha cordialidad que digamos.


Y ¿yo qué culpa tengo? Ninguna, pero así es la mente humana que a veces por asociación, pero siempre en contubernio con el corazón, en ocasiones resentido por eventos del pasado (o hasta del presente), nos mueve a reaccionar a ciertas experiencias de la vida que, aunque sea medianamente, nos evoquen algo incómodo. La maestra, sin embargo, no entra en mi lista negra de boicoteadores empedernidos. Sólo esporádicos.


Hasta este punto, me doy cuenta de que mis muchos boicoteadores, habiendo sido yo misma una, tienen (tenemos) características muy similares. Pero no creas que estoy curada. Sólo un boicoteador puede reconocer a otro, si sabes a lo que me refiero…


No conozco la historia ni las razones de Alberto. Pero las personas que boicoteamos llegamos a los distintos grupos en los que nos desarrollamos con varios prejuicios y, a la vez, con ciertas superioridades . Puede ser que, entre los primeros se encuentre el de no poder encajar, por creer que no sabemos lo suficiente; y en los segundos, el de no querer encajar, por creer que sabemos demasiado.


Si pasa lo segundo, el boicot es personal. Si lo primero, el boicot es contra los demás. No estoy inventando nada, pero tampoco estoy aseverando nada. Esto es, exclusivamente, mi experiencia personal como (frecuente) boicoteadora y como maestra de otros tantos.


Quiero contarte que NO toda la vida he buscado sabotear mi entorno. O a mí misma. En aquellos tiempos de juventud, como hija y alumna obediente que rayaba en lo apocado, jamás me hubiera atrevido a desobedecer a un adulto, mucho menos boicotear una clase. Pero con mucha soltura, y casi de manera natural, manifestando la obediencia que mi papá, mi mamá, las monjas de la escuela, y otros adultos esperaban de mí, entonces el boicot era en contra de mí misma.


Hoy, mis encuentros con boicoteadores y boicoteadoras han sido muchos y muy variados. Puede ser que sea mi propio karma. Pero casi con cada uno me hecho la misma pregunta inicial: “¿Y, a éste o a ésta, qué le pasa?”


Seguramente lo mismo que me pasaba (o me sigue pasando) a mí, cuando estoy en desacuerdo con cierto tipo de autoridad que se me ponga enfrente, o con el tipo de reto al que tengo que confrontarme, casi siempre, de manera irremediable. Es el deseo de expresar indignación moral, desaprobación de las prácticas ajenas, malestar por sacárseme de mi zona de comodidad... Yo qué sé.


Finalmente al ver a mis boicoteadores, me pregunto ¿Cuáles son las emociones subyacentes? ¿Cuál es su dinámica de vida? ¿Qué problemas personales hay y que son, obviamente, no obvios? ¿Con qué cosas está lidiando su mente o, más aún, su corazón?


¿O sólo es aburrimiento? ¿De la vida, de su entorno, de ellos mismos...?


Como docente, especialmente una docente que tiene muchos años de experiencia con boicoteadores y boicoteadoras, será mi objetivo primordial fomentar la comunicación abierta, aun cuando los sentimientos no lo sean. De cualquier modo, aunque nos veamos todos los días no dejo de ser una extraña para mis alumnos y alumnas, y no tendrían por qué abrirme sus corazones. Eso lo entiendo perfectamente.


Pero tal vez, hay ocasiones en las que el corazón sobrepasaba la razón. Y más que el corazón, las tripas. Es decir, entiendo que, en más ocasiones de las que hubiera querido, no tenía ganas de establecer ningún tipo de relación con nadie. Si me sentía afectada por lo que alguien me decía, entonces respondía de igual manera (o una más hiriente), sin meditar mi respuesta. Esto ocurrió en mis tiempos de rebelde sin causa e, irremediablemente, me traía conflictos mayores que sólo un mutuo boicot. O uno personal.


Por tanto, después de tantos años de trabajo introspectivo, es mi objetivo establecer escenarios en los que los alumnos, a pesar de su enojo, se sientan con la libertad de comunicar su sentir. Pero tampoco volaré alrededor de ellos para ganarme sus afectos. O, mínimo, su respeto.


De igual manera, mi objetivo es buscar que el ambiente de clase sea el apropiado para tratar de truncar su voluntario (o involuntario) alejamiento. Pero tampoco endulzaré el ambiente de la clase solamente para darle gusto a un solo boicoteador o boicoteadora; pues es de su deber entender que, como adultos, son ellos los que tienen que adaptarse a las circunstancias del entorno, y no al revés.


En fin. Me apena informarles que el tal Alberto, a pesar de tener una buena cantidad (pero no suficiente) de conocimiento, pero por preferir estancarse en la mediocridad que nos es tan propia a aquellos que creemos que tenemos la sartén por el mango, antes que dar el brazo a torcer y asistir a clase, (aunque de haberlo hecho, hubiera podido llegar a la brillantez), no aprobó el examen, ni pudo certificarse.


De más está decir que muy a destiempo, valga mencionarlo, Alberto quiso negociar una calificación inexistente. Ofreció alternativas muy a su conveniencia; prometió soluciones con muchas condiciones; amenazó con llevar esto hasta sus últimas consecuencias. Cayera quien cayera. Todo fue, como era de esperarse, en vano; porque el que cayó fue él.


Todos los boicoteadores en activo, así como Alberto, recibimos, tarde o temprano, sonoras cachetadas por parte de la vida. Estoy segura de que, aunque él no lo diga, porque él será el último en admitir que cometió una falta de amor contra sí mismo, Alberto recibió esta lección como un inesperado (pero puntual) balde de agua fría. Los resultados casi se veían venir, pero la soberbia de Alberto lo trató con mucho más condescendencia de la que lo trataron las consecuencias de sus impensadas decisiones. Pero todo esto se pudo haber evitado si tan sólo él hubiera tenido un mínimo sentido de compromiso para consigo mismo.


Con todo lo anterior dicho, a veces creo verme a mí misma en Alberto. Con base en varias dolorosas experiencias lo digo: si todo esto no lo hace madurar aunque sea un poquito, y pronto, otra cosa menos amigable lo hará. Y, aunque la vida se trata de aprender, si con eso Alberto sigue inamovible, la vida se encargará de hacerlo de maneras menos suaves y amables, que lo dejarán herido por un buen rato.


Ser un rebelde con causa no está mal. Ser un boicoteador que busca darles una lección a los poderes fácticos descalabrándose inadvertidamente a sí mismos y a sí mismas, es algo sumamente imprudente. Pero hasta que estos jóvenes (incluyendo no sólo a Alberto sino también a Julia) comprendan que el mundo no gira alrededor de ellos, como sus papás, mamás o cuidadores en general les han hecho creer, ellos y ellas seguirán pretendiendo que boicotean a sus compañeros, profesores, o cualquier otra autoridad, cuando en realidad están dando grandes pasos a la pérdida de poder y oportunidades, con un boicot contra ellos mismos.

 

Suerte en el próximo examen,

Miss V

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