ASÍ SOY YO, Y SI NO LES GUSTA, NI MODO...
- yesmissv
- Oct 5, 2023
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Como mucha gente sabe, me gusta mucho la música. Escuchar música, que además esté acompañada de una canción, me lleva a un estado de embeleso, que hace que el tiempo, o se detenga, o pase de manera casi imperceptible. De ahí mis frecuentes visitas al karaoke bar, o la costumbre de cantar a punto del desgañite, cuando voy manejando.
En una de esas, en la estación de la música del recuerdo, me avientan una del príncipe de la canción, misma que me sé todita:
“Soy así.
Así nací y así me moriré.
Con todos mis defectos, ya lo sé.
Nunca te engañé, nunca te mentí, nunca lo negué…”
Filosófica como me pongo a veces, me dije a mí misma que qué flojera un señor como él, que no quiere cambiar. Egoísta. En su canción, el príncipe decía que así era él. Y que si así lo conocieron, y sí lo aceptaron, ‘pos ‘ora se aguantan…
Creo que hasta cierto punto, esto fue algo personal para mí. Sobre todo porque un día, después de haber primero padecido, y luego gozado, muchas horas de terapia, hubo alguien que se atrevió a dudar de mi capacidad de cambiar. Pero también hubo un momento, en ese largo recorrido, en el que pensé que no era necesario cambiar. Apegada a la filosofía de la canción, pensé: “Así soy. Y si no les gusta, ni modo”.
En mis frescos y alisadísimos años de adolescencia, cuando no había ni pista de canas ni de gastritis, y cuando debí haber sido más rebelde, pero que en realidad fui tan dócil como un guante, muchas veces escuché a mi papá decir: “Yo ya tengo cuarenta años. Yo ya no puedo cambiar”.
La generación a la que pertenecen mi papá y mi mamá, los “baby boomers”, llevan tatuada en el alma la obediencia ciega, el silencio perfecto, y la sumisión absoluta para con sus mayores. Para ellos, muy en lo particular para mi papá, los hijos “equis” ni siquiera deberíamos atrevernos a dar una respuesta negativa a nuestra progenie. Principalmente, porque “en sus tiempos” era una espantosa falta de respeto, que rayaba casi en el deshonor, siquiera pretender contradecir a los papás y mamás, o a los abuelos y abuelas so pena de ser duramente castigados. O también, de ser cruelmente chantajeados.
Por eso, de entre las muchas cosas de valor que me enseñaron, de mis papás también aprendí que decirle “NO” a los adultos, no es una respuesta aceptable.
Esa educación que recibieron ellos de sus papás, mismas que, seguramente, recibieron ellos de los suyos, y así históricamente, es la que hemos recibido nosotros, y a veces, intentado aplicarla con nuestra moderna progenie, nos hemos topado con pared. Pues dadas las circunstancias históricas, planetarias, de vida, o de lo que gustes y mandes, nuestros aguzados herederos no se han dejado manipular del todo. O nada...
En aquellos tiempos, por ejemplo, mi papá esperaba que yo reaccionara igual que él hubiera reaccionado ante un regaño de su propio papá. Por otro lado, mi mamá esperaba que yo reaccionara de la misma manera que ella hubiera reaccionado ante un reproche de su propia mamá.
Una vez escribí que el cambio no era cosa fácil. Que muy pocos seres humanos han sabido aceptarlo sin chistar, han podido doblegarse a él, y han logrado continuar con sus nuevas y cambiadas vidas, pero que el resto de los mortales hemos tenido que sufrir el dolor, a veces mental, a veces espiritual y, a veces hasta físico, que trae alguna u otra (muy necesaria) metamorfosis.
Pero creo que así nos pasa a todos. O a muchos. Suponemos que nuestros hijos son un molde idéntico a nosotros, y que abandonar dicho molde, es decir, cambiar las formas y los modos, traerá caos a la otrora serena vida de la tribu.
Ahora bien. Esto no es un reclamo para ellos. Mi papá y mi mamá, dentro de sus muchas limitaciones, y sus mayores virtudes, creyeron que así era como debían haberme educado. Este es, más bien, un reclamo personal, porque ahora sé que decir “no quiero ser igual a ti, yo quiero cambiar”, nunca fue una afrenta, sino una búsqueda de la felicidad personal. Todavía ando en eso…
Y, lo acepto. El cambio me sigue dando miedo. Ya lo había escrito antes.
Para mí es más fácil y más cómodo aferrarme a las personas, a las cosas, a las circunstancias que ya conozco. Me siento cómoda cuando me apego a una idea, aunque sea vieja, en lugar de buscar adaptarme a un contexto que obviamente, ni de chiste es estático. La educación, la genética, o lo aprendido en mi andar por este plano me ha movido a alinearme con las reglas, tanto escritas como no, de las rutinas del clan. Y, hasta el sol de hoy, a veces, los residuos de la voz de mi papá y mi mamá, que siguen rondando por mi cabeza, me siguen moviendo al arrepentimiento de haber dicho que sí, de haber cambiado la rutina, de haber buscado lo que a mí me gustaba, no lo que les hubiera gustado a ellos que yo hiciera.
No me gusta tomar riesgos, pero sé que a veces son necesarios para crecer. Me cuesta mucho recuperar mi tranquilidad y regresar a mi zona de comodidad, aunque sé que hay mejores lugares fuera de esa zona, por las que me puedo mover con mayor libertad. Ni la meta ni el triunfo se ven cercanos, ni son seguros. Pero intentar cambiar es el principio de adaptarse a un nuevo juego que antes pudiera haber sido anquilosador y esquizofrenizante.
“Soy así.
Así nací y así me moriré.
Con todos mis defectos, ya lo sé.
Nunca te engañé, nunca te mentí, nunca lo negué…”
Por eso, muchas personas buscan alejarse de sus casas y de sus antecesores, independientemente de las circunstancias sociales o políticas. Huir del grupo familiar no necesariamente siempre se da por falta de amor hacia él, sino por la dosis perfecta de amor para sí mismos.
Mi mamá nos dijo que ella, aunque se casó enamorada de mi papá, huyó de una familia en la que, lo único que funcionaba, era el timbre de la casa, a la que sólo regresaba para hacer fuerte a su propia madre. Pero una vez que mi abuelita dejó este plano, casi nada ataba a mi mamá a la casa paterna, a la que seguía yendo de vez en cuando…
Esa comodidad incómoda de la que ya había hablado antes también, es un cruel imán que nos jala de regreso a ella. Muchos preferimos el perenne dolor de lo conocido, al pasajero dolor del cambio, que a veces parece que duele más por su novedad que por nuestra propia impericia.
Ahora bien, eso no significa que, aún deseando cambiar, no queramos hacerlo. Aunque, seguramente, también habrá personas felices de NO hacerlo (como mi papá, antaño) y regodearse en su inamovible escenario emocional. Sin embargo, creo yo, y por experiencia lo digo, que NO es el deseo de cambiar lo que muchas veces me detiene, sino el proceso que conlleva dar el primer doloroso paso hacia afuera del tibio y cómodo hueco de mi falso bienestar.
Aquél que dijo que cambiar era fácil, no ha cambiado nada. Como yo lo dije algún día.
Pensar en cambiar NO es cambiar. Querer cambiar, tampoco lo es. Decir que se va a cambiar, menos. Como también lo hice en algún momento.
Sin embargo, lidiar con la poderosa fuerza que trae lo nuevo, recibir los golpes de la vida a conciencia y con los ojos abiertos, intentar liberarse de las cuerdas de la irresolución, lo confieso, me ha traído más problemas que nunca.
Pero que quede claro que no estoy utilizando el viejo pretexto de ser ejemplo para nadie, o de moverme por nadie. O sea, no lo hago por mi hija y mi hijo, como tantas veces muchos nos hemos llenado la boca. No puedo cargarlos con la responsabilidad de ser el pilar del corazón del que yo soy la propietaria, aunque ellos vivan en él de gratis. Este cambio es sólo para mi propio beneficio mental, espiritual, y emocional. Puede que hasta físico.
En el calor del deseo, el cambio pareciera fácil de lograr. Pero cada vez que se da un paso hacia adelante, los pies y la voluntad pesan cada vez más. A veces, un pequeño triunfo nos engaña, y nos hace creer que estamos avanzando muy rápido, de manera ligera, casi flotando.
Pero luego, nuestro propio libreto, el que heredamos de nuestros padres y que nos sabemos ya de memoria, el que les empezamos a enseñar a nuestra propia prole, el del miedo al cambio tan arraigado en cada fibra del espíritu, nos traiciona y nos clava de golpe de regreso a la realidad que se vuelve cada vez más difusa e inconcebible. E insoportable.
“Soy así.
Así nací y así me moriré.
Con todos mis defectos, ya lo sé.
Nunca te engañé, nunca te mentí, nunca lo negué…”
Sí. Me da miedo el cambio.
Me da miedo porque no quiero perder el control sobre lo que sé hacer tan bien. Me da miedo porque cambiar me transforma, y me asusta dejar de reconocerme en mis hábitos y mis ideologías. Me da miedo porque me hace sentirme impertinente, y a veces, hasta deshonesta con mi clan.
Pero eso no significa que no lo esté intentando.
Porque, aunque el cambio se da de manera diferente para todos, el resultado siempre será el mismo para todos, así sea que, durante al camino a la meta de la evolución todos atravesemos diferentes estilos de parálisis emocionales.
La vida es un cruel, y muchas veces injusto, juego de estrategia, en el que tendremos qué fracasar tantas veces como juguemos, o como nos decidamos a jugar, para poder jugar mejores partidas después.
Finalmente, cada día o en cada oportunidad que se presente, decido que cambiar está bien. Que no voy a hacerlo de golpe, nada más porque no puedo. Ni quiero. En el momento en el que soy capaz de reconocer mi fuerza espiritual y mi resistencia emocional, y aún así querer actuar, puedo decir que he alcanzado un pequeño éxito más, que me provoca a acercarme a la vida que he deseado tener desde hace muchos, muchos años, y empiezo a convertirme en la persona que he deseado ser de un tiempo a la fecha.
Así soy yo. y si no les gusta, ni modo…
Mutando,
Miss V.
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