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De entre los varios vecinos y vecinas que tengo, hay unas tres o cuatro señoras con las que me llevo bastante bien. Nos saludamos con cordialidad, y hasta nos hemos intercambiado comida. Una de ellas, incluso, me ayudó a atrapar a mis perros cuando se escaparon. Dios la bendiga.
Hay otros dos señores, uno que está siempre rapado, y el otro que siempre está arreglando su coche, con los que la cordial relación se reduce al “buenos días”, o al más confianzudo “buenas…”. Del rapado, además de los saludos, recibí un día una declaración no solicitada que constó de un “qué chistosos están sus perros, ¿’ve’dá’?”.
También hay otro, que tiene una motocicleta muy escandalosa y una esposa muy malencarada. Ellos me caen bastante gordos. “Dios sabe que trato con toda el alma de amar a mis semejantes”, dijo una vez un personaje de una película del cine de oro. Y, de verdad, hago lo posible por, aunque sea, saludarlos con respeto, pero de sus bocas sólo recibo respuestas entre dientes. Por lo menos del señor. Ella a veces ni siquiera me voltea a ver.
Hay otra vecina, flaca y alta, que un día parecía que quería envenenarnos con gelatinas de cloro. Yo, por querer echarle la mano, se las encargué un día. "Son de anís". Hasta se las pagué. Pero eso lo dejo para otra perorata. Esa mujer, por la razón mencionada, y por otras cosas, me da hasta miedo. A esa sí ni la saludo, y mejor me le escondo. No vaya a ser.
Las señoras con las que mejor me llevo me caen bien, pero no somos amigas. Aunque de vez en cuando nos ponemos a hacer lo que hacen las vecinas: platicar en la calle.
Una de ellas, grandota y todavía joven, pero con el semblante tan maltratado como su deslucida piel, tenía, cuando la conocí, como treinta y cinco años, y una hija como de diez; su papá, el de la señora, recientemente fallecido, estaba en silla de ruedas. Mi vecina era ocurrente y risueña. Trabajó un tiempo en una fábrica de zapatos. Su bata azul rey con la palabra “calzado” me lo dijo. En su casa, además, vivían varios chavos ya grandes que, según sé, son sobrinos de ella. Claro. Esto nomás de oídas porque, como dije, no somos amigas.
La calle donde vivo es una privada angosta y ruidosa. Si le tocan la puerta al vecino, parece que tocan a la de mi casa, para que te des una idea de la estrechez de las casas y de la de la calle. Un día, tocaron a una puerta. Para no dejar, fui a ver si era en mi casa. No era. Pero, en mi papel de vecina chile-frito, vi que llegó a visitar a mi vecina, la grandota, el individuo más breve y agarabatado que haya visto en mi fisgona vida. Cenizo y mal tatuado, el remedo de señor llegó en una motocicleta que, aun siendo chiquita, le quedaba grande, dada su emaciación y su reducido volumen físico. Con el lacio pelo envaselinado pero de naturaleza claramente rebelde, su cabecita picuda portaba unos gallos que cualquier palenque envidiaría, resultado de como seis remolinos que giraban en todas las direcciones posibles. Además, hace mucho tiempo que no veía a alguien que tuviera más dientes plateados que buenos, y a eso, agrégale al sustote que me dio haberlo visto, no sólo esperando afuera de la casa de mi vecina, sino casi treparse a ella para besarla, con besos que no eran precisamente del estilo de la película esa que mencioné. La del cine de oro.
Mi vecino el de la motocicleta de a deveras, nomás para comparar neciamente, porta la parafernalia propia del motociclista: casco certificado, chamarra de piel (llena de una cantidad innecesaria de estoperoles), botas, además de un paliacate, lentes de aviador, más un rictus de autosuficiencia muy insoportable. Esto último, de mi observación personal.
El otro, sin embargo, era una parodia del que acabo de describir: sin casco, chaleco de polipiel (bajo el cual había una visible osamenta, no más), tenis de tela, un paliacate, lentes de aviador, y una dentadura saltona y brillante gracias al acero inoxidable de su sonrisa. Esto último, visible a una cuadra de distancia.
En un esfuerzo sobrehumano por detener a la vecina metiche que llevo dentro (y afuera, y en todos lados), dando mi opinión desde el juicio de lo que veía, no de lo que ni siquiera conocía, me dije a mí misma que no era posible que esa mujerzota se hubiera dejado conquistar de semejante espina.
Pero que me dice mi voz interior: "en el corazón no se manda, chula. Lo que se ve, es sólo lo de afuera. El corazón es lo que cuenta. Acuérdate que no cualquier hombre quiere a una mujer con el paquete completo: hija chiquita, hijos/sobrinos adolescentes, papá en silla de ruedas. Bla, bla, bla…"
Bueno, ya.
Le di el beneficio de la duda que nadie me pidió, y que nadie estaba esperando. Me acordé de que, no siempre, la cara y el corazón son aliados en la apreciación de la belleza, lo que sea que esto signifique para cada uno. Ahora bien. Lo verdaderamente feo no era ver, casi diario, al disparate de hombre ahí estacionado, tratando de ocultarse sospechosamente, esperando a mi vecina. Lo feo era ver que, sin tapujos de ningún tipo, estos dos no podían controlar las bocas, las manos y, a veces, las entrepiernas. Al cobijo de un farol apagado, y un arbolillo único que sostiene el consumo de oxígeno de cincuenta personas en esa calle, mi vecina y su novio usaban sus ramas como cobijo para su área personal de desfogue. Pobre árbol. Lo que no habrá visto.
La dueña del arbolito, sin embargo, seguramente también vio lo que yo vi, y empezó a dejar el foco de la cochera prendido, no sin antes cambiarlo de uno de veinte watts por uno como de ciento sesenta.
Casi nos habíamos acostumbrado a la presencia de ese sujeto en la calle. Ya empezábamos a saludarlo, cordiales como somos. “Buenas noches” era la frase más habitual, porque él siempre iba de visita por las noches. Obviamente.
Hasta que un día, de la nada, el organismo aquél dejó de aparecerse por la calle. De buenas a primeras. A mi vecina también dejamos de verla. También de golpe.
Empezamos a ver más a su chiquilla y a su papá. A sus sobrinos. Pero a ella no.
Nunca me iba a atrever, por muy descarada que fuera, a preguntarle a nadie de esa casa que qué había pasado con la señora. Pero ni falta que hizo. A mi vecina, la que me ayudó a pescar a mis perros, le urgía contarle a cualquiera que quisiera escuchar que, según le dijeron a ella, la señora se había ido a vivir con el renegado de la vida ese que, seguramente por su buen corazón, o por ser experto en algo que todos desconocemos, había conquistado a mi vecina.
Todos vemos la vida de manera diferente. Y todos vemos la paternidad y la maternidad de maneras distintas. En mi hoy, no hubiera jamás concebido irme de mi casa, a vivir con un fulano cuyos tatuajes asemejan a las paredes de un baño público, y dejar atrás, no digo a mis sobrinos grandes, ni siquiera a mi papá, sino a mi hija de diez años. Abandonada al mediocre cuidado de unos adolescentes, y del de un anciano inválido, que también necesitaba ayuda. Pero…
A veces mi vecina regresaba a su casa. Como iba de día, llegaba rápido, y en el menor tiempo posible, sacaba una cantidad maravillosa de cosas, en bolsas. A veces en canastas. O cajas. A veces iba a pie. A veces la llevaba el novio en la moto, pero él ya no entraba a la calle. La esperaba en la esquina.
Como iba de día, su hija, que estaba en la escuela, tampoco la veía.
Pasaron muchos meses. Tantos, que a mí ya hasta se me había olvidado la cara de mi vecina. Tantos, que no caí en la cuenta de que la niña ya no se veía tan niña. Tantos, que el papá de mi vecina parecía diez años más viejo. Tantos, que algunos de los sobrinos de mi vecina se fueron de esa casa. Tantos que, a la mujer que vino a vivir ahí después, tía de la chiquilla, empezamos a saludarla y a acostumbrarnos a ella. A platicar con ella en la calle.
Un día, tarde en la noche, en un ataque de quehacerismo nocturno, mientras su servidora barría la cochera, la vi regresar. A pesar de la oscuridad de la calle, pero gracias al foco incandescente de mi otra vecina, la vi entrar a su casa. Tenía una mano vendada y una extraña cojera. Estaba morada e hinchada de la cara. Un ojo casi completamente cerrado. La boca tan fea y tan dolorosamente agrandada que se le juntaba con la quijada y la nariz.
Opté por entrar a mi casa, y concederle la comodidad de la calle solitaria, iluminada con un foco, solo pero eficaz. Pero para mí, fue claro. Ella ya no estaba tan grandota como antes. Su semblante maltratado y su piel deslucida, ahora parecían las de una anciana. Estaba encorvada y arrastraba los pies. Estaba casi muerta en vida. Su playera negra con la palabra “death” me lo dijo. Ya no era ocurrente ni risueña. En su casa, aunque llena de gente, no la esperaba nadie. Era el prototipo de la hija pródiga que regresa sin nada, a mendigarlo todo. Y los sobrinos que quedaban, según se cuenta, querían impedirle la entrada a la casa. Claro. Nomás se cuenta. Como dije, no somos amigas.
Nadie le preguntamos nada. Nadie tenemos derecho a hacerlo. Lo que pasa por mis pensamientos, debe quedarse ahí. A nadie debe importarle. Y lo que haga para rectificar mis yerros, debe quedarse en mi corazón. Y nadie debe juzgarlo.
O sea. Ella regresó después de tener una espantosa experiencia con el pedazo de ser humano aquél que, además de tener la cara fea, y el cuerpo descarnado, también tenía el corazón podrido.
Sus sobrinos no regresaron con ella. Y cuando venían, no venían a visitarla a ella. Sólo a la primilla. Y a su abuelo. Hoy, obviamente ya no. Su padre no le dirigió la palabra por lo que le quedó de vida, y eso seguramente fue un suplicio para dos que vivieron bajo el mismo techo, que tenían que verse la cara diario, y que dependían el uno del otro. Pudo haber existido alguna oportunidad de reconciliación. Hoy, obviamente ya no. La “tía” regularmente volvía a la casa, pero sólo para llevarse al señor a pasear; y, ya bien entrada la tarde, era cuando regresaban. Hoy, obviamente ya no.
Su hija…
Creo que no puede haber nada peor que el desprecio de un hijo o de una hija. Más cuando sabemos que nos lo ganamos a pulso. Porque deliberadamente no hicimos nada para protegerlos. Porque premeditadamente los dejamos atrás en las manos de alguien más. Porque intencionalmente los sacamos de nuestros planes.
Se dice que hubo un tipo de endeble reconciliación entre ellas. Claro. Nomás se dice. Como dije, no somos amigas.
Pero la vida, aunque nos llegue a dar muchas más oportunidades de las que a veces merecemos, no siempre es tan benévola.
Lo digo con completo conocimiento de causa. He sufrido sus crueles revanchas, sus feroces escarmientos, sus sádicas advertencias. No canto victoria, ni apunto con dedo acusador. Mi humanidad es frágil, y llegué a adolecer del mismo mal: enamorarme sin pensar; entregarme sin planear. Embelesarme sin pelear.
Mi propio interfecto en cuestión también tenía una motocicleta, casco certificado, chamarra de piel con estoperoles, paliacate, botas, lentes de aviador. Nada de flacuras, ni tatuajes, o de dientes de acero. Nunca nos besamos en público. Nunca utilizamos el resguardo de un árbol, ni nos escondíamos de la luz. No hacía falta. Nunca me puso una mano encima. Nunca regresé golpeada a mi casa. Pero no hacía falta ser un personaje como los que describí arriba, cuando la sola petición de abandonar a mis hijos lo puso en el repugnante papel de agresor.
Hoy veo en mi vecina lo que casi estuve a punto de hacer algún día. Irme sin tapujos, ni vergüenzas, ni restricciones. Pero, seguramente el que es la Vida sacudió mi razón, mi corazón, y mi intuición, y se me abrieron los ojos cuando me di cuenta de que me había exigido que mis hijos no fueran parte del plan.
Lo confieso. Me hizo dudar por un breve momento. Brevísimo. No más de unos cuantos segundos. Pero para mi alma fue suficiente. Y fue mi duda, más que sus palabras, lo que me desgarró el alma. Por mucho tiempo, mi transitoria falta de determinación me dejó demasiado maltrecha como para volver a creerle a él, o a cualquiera. Incluso a mí misma. Como para volver a entregarme a él, o a cualquiera. Incluso a mí misma. Aunque me dominé a tiempo y elegí a mi hija y a mi hijo sobre cualquier motocicletero, e incluso sobre mí misma, es hasta el sol de hoy que cargo en mi conciencia con ese cuasi desliz que duró cinco segundos…
La Vida no perdona nuestras malas elecciones. Pero tampoco nos esclaviza a nuestros malos juicios. Podemos salir de ellos si queremos, aunque siempre nos hará pagar.
La vida no perdona nuestra falta de amor. Pero tampoco nos encadena a nuestra falta de interés. Podemos dejarla atrás si queremos, aunque siempre nos hará pagar.
La vida no perdona nuestra nuestras traiciones. Pero tampoco nos amarra a nuestros descuidos. Podemos rectificarlos si queremos, aunque siempre nos hará pagar.
Hablo de mi vecina porque, a diferencia de mí, a ella le tocó la peor parte. Pero también la pongo como ejemplo, porque ella es más fuerte que yo. No pienso compararme insolentemente con ella, porque ella además de tener la cara rota, también tenía el corazón completamente destrozado. Y muchas veces, estas dos cosas están tan conectadas que la primera lleva, indiscutiblemente, a la segunda.
Hablo de ella porque, a pesar de haber tocado fondo, y que al hacerlo algún tirano desdentado la haya mantenido ahí, sin poder moverse, y sin saber pedir ayuda, ha sabido regresar de a poco a la superficie, casi recuperando sus formas de antes.
Sigue estando grandota y joven, pero su semblante tan maltratado y su deslucida piel, ahora la han vuelto un poco gris. Mi vecina ya no es tan ocurrente, ni tan risueña. Su cara está permanentemente triste, y le cuesta sonreír, pues las comisuras de su boca están tan caídas, que la sonrisa se ha convertido para ella en un tipo de dolorosa mueca. En una falsa acción que no puede darse el lujo de tener. Ahora está trabajando en otra fábrica de zapatos. Su bata roja con la palabra “calzado” me lo dice. A su casa regresaron algunos de los muchachos que creo que son sus sobrinos. Y su hija. No más. Claro. No estoy completamente enterada. Como dije, no somos amigas.
Imagínate que lo fuéramos…
No necesariamente al que obra mal le va mal. Ni al revés. Pero en algún momento ocurrirá ese escarmiento de la vida que nunca se va con las manos vacías. Pues ya sea en este plano, u otro, hemos de pagar nuestras deudas. De honor. De juego. De amor.
Pero de la venganza del amor, o de la del disfraz del amor, nadie salimos limpios.
No somos amigos, pero... imagínate que lo fuéramos.
Miss V.
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