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AMOR III

Writer's picture: yesmissvyesmissv

Updated: Mar 28, 2024



Ay, muchachos.

 

El amor…

 

¡Qué bonito es el amor en casi cualquiera de sus formas y apelativos! ¡Qué mágico es el efecto físico y mental que trae la devoción por el otro! ¡Qué tentador se vuelve entregar los sentimientos, cuando tenemos, aunque sea, la mínima esperanza de ser correspondidos!

 

He visto, a lo largo de mis bien vividos años, tantos tipos de amor como apegos existen, y en todos se involucra al corazón. A veces despiadadamente, a veces piadosamente. Otras tantas, excesivamente, muchas otras, exiguamente. En ocasiones desmedidamente, o tal vez moderadamente. Pero de ninguno saldremos cien por ciento victoriosos.

 

Ahora bien. Aun en la situación de tenaz soltería en la que me encuentro desde hace un buen rato ya, yo también tuve mis dosis de buenos amores. A veces reciprocados, a veces desdeñados. Otras tantas, descomunales, muchas otras limitados. En ocasiones fenomenales, o tal vez severos. Y tampoco salí completamente triunfante de muchos de ellos.

 

El desdén, la limitación y la severidad de las que fui víctima en mis años de amor juvenil, que me llegó a atolondrar antes de aprender mis propias lecciones de vida; pero también lo recíproco, lo descomunal y lo fenomenal de las que me he visto favorecida toda la vida, y que también me atolondran, me hicieron pensar si acaso era posible que estuviera, dentro de mis muy misceláneas relaciones, verdaderamente enamorada. Volteando atrás, y haciendo un recuento de mis experiencias afectivas, creo que algunas de las veces, no sentí verdadero amor, sino lo que solemos llamar sin mucha sensatez, pero con mucha experiencia, “enamoramiento”.

 

Entender, sin embargo, la diferencia entre amor y enamoramiento, es tarea casi fácil para aquél lo suficientemente sensato y dispuesto a entenderlo. Pero aquellos como yo, que ni somos juiciosos, y a veces ni estamos dispuestos, sólo tenemos nuestras propias vivencias para dar, medianamente, un recuento de los daños que deja el vivir aparentemente enamorado, o rotundamente ilusionado.

 

Pero ninguno de los varios amores que gocé a la par que sufrí, se comparan con los múltiples amores platónicos que he gozado y sufrido desde muy temprana edad. Durante mi larga vida, he tenido algunos de ellos que, afortunadamente, han quedado sólo en eso.

 

El amor platónico, bautizado así en honor al filósofo Platón, y utilizado muy libremente entre aquellos enamorados no correspondidos quienes admiran a alguien de manera descomunal, aunque casi siempre en silencio, pero de quienes no pueden obtener la admiración de regreso, es causa de burla, usualmente, entre los allegados del admirador, quien puede llegar a sufrir del llamado “mal de amores”.

 

Don Platón, en algunos de sus múltiples escritos, hace referencia a los diferentes tipos de amor. Pero éste, el amor que a nosotros nos hace sufrir por ser no correspondido es, según el filósofo, la inspiración de amar la mente y el alma de otra persona, y dirigir su atención hacia asuntos más bien espirituales. No carnales. Por tanto el amor platónico es el intermediario para ascender a la contemplación de lo divino.

 

O sea que el concepto del platonismo se basa en la idea de que la persona que ama no va a amar únicamente la belleza por la belleza en sí; es decir, se va a concentrar en buscar la belleza en quien admira. Esto es un poquillo diferente a nuestra propia concepción de lo que es platónico, porque el concepto moderno lleva también implícito algo de carnal. Una suma de la admiración del ser amado, y la esperanza de que, a la postre, exista algún tipo de intimidad.

 

Así pues, el “amor platónico”, contrario al amor holístico, se arraiga únicamente en lo físicamente bello, idealiza al objeto de deseo, y considera que el amor es inalcanzable. Un enamoramiento más, vaya.

 

Una vez mi enamoramiento fue tan fugaz, que duró una semana. Otras veces ha sido tan duradero, que sigo enamorada hasta el sol de hoy.

 

Los enamoramientos fugaces de los que he sido víctima, o victimizadora con todo el conocimiento de causa, no han pasado nunca a mayores, y creo que ningún corazón se ha roto por esta razón. Por lo menos no el mío, que es el que yo cuido. O, en todo caso, no siempre. O sea, cuando he tenido experiencias platónicas consensuadas, las he tenido con la jurada premisa y la callada promesa de que no se entrega nada que no pueda después recuperarse, incluyendo la admiración mutua. Y el corazón. Aunque no siempre se logre, porque el condenado se manda solo.

 

En el mejor de los casos, cuando hay amor platónico consensuado, y ambos, también de manera consensuada, pero sobre todo sin ataduras emocionales externas, buscan dar el siguiente paso, se tiene un pequeño triunfo que el corazón y la mente reclaman, cada uno, como propio. Aunque tal vez el éxito haya sido de los dos. O de la suerte, nada más.

 

¡Qué dicha cuando la vida ha dejado que las cosas ocurran de esa manera!

 

Porque, por desgracia, también existe el amor platónico unilateral, que es mucho más común que el consensuado. Y ese, si se está del lado admirador, lo deja a uno anhelando más de lo que recibe, y lo que recibe no se limita más que a un saludo despreocupado, un beso cordial, y/o un abrazo sin compromiso. Uno desea otra cosa, y se hace uno el interesante, el encontradizo, o el que tiene el control. Pero nada de esto da el resultado deseado, pues la otra mitad de las partes involucradas se resiste a, o simplemente no quiere, tener nada que ver con la otra parte, por mucha admiración que reciba de ella. “Ella”, en este caso, podría fácilmente ser yo.

 

Y no da el resultado deseado porque el amor platónico, es decir, el que recibe la admiración, desarrolla, como me he dado cuenta muchas veces, un tipo de sexto sentido que lo hace crecer, pavonearse, y hasta restregarlo en las narices del otro. Eso, y que la obviedad de mi admiración seguramente alimenta su ego, y lo usa para jugar, no sólo discretamente a su favor, sino abiertamente en mi contra.

 

Afortunadamente, como dije, el platonismo de mi unilateral admiración sólo ha quedado en eso, y siempre ha tenido una fecha de caducidad. No la conozco exactamente, pero mi cabeza siempre la percibe antes que mi corazón, aunque la terquedad de éste nos domine por más tiempo del que deseamos.

 

Los amores platónicos no son malos en sí, creo yo. A saber, mis amores platónicos han aumentado seriamente y de vez en cuando, mis niveles de dopamina, lo que me representa una suerte de aliciente cuando voy a trabajar, cuando hay alguna reunión, o en cualquier visita a un bar u otro lugar. También, aunque suene medio descabellado, me han ayudado a tener más resiliencia en otras relaciones.

 

Mi último amor platónico tenía, desde el principio, una suerte de potencial. Un tipo de probabilidad latente, o una especie de posibilidad implícita que me hizo incluso pensar en abrazar el riesgo de dejar mi veinteañera “soltería”. Y eso es mucho decir porque mi soltería no es algo que vaya a dejar ir con tanta facilidad.

 

Como muchas veces antes me ha ocurrido, la mutualidad en la admiración simplemente no se dio.


Como algunas veces antes me ha pasado, Cupido erró en la puntería, y la flechada fui nada más yo.


Como ciertas veces antes ha acontecido, mi admirado tenía otras aspiraciones, y yo no era una de ellas.

 

Quiero que sepas que, por naturaleza, soy algo celosa, y enterarme, por boca del mismo objeto de mis deseos, que se deslumbró con alguien más, me hizo ponerme algo verde. Nada que una introspección muy a tiempo no haya podido despintar. Pero la perfecta descripción de la belleza física de mi adversaria, la detallada reseña de su atractiva forma de caminar, y el minucioso retrato de la dulzura de su voz, distaban mucho de mi propia "exótica" belleza, mi particular manera de caminar, y mi característica estruendosa voz…

 

Acto seguido, sin pensarlo, la duda me hizo sentir que ni siquiera valía la pena, ya no digo ser vista, sino reconocida como un ser pensante, sintiente. Presente.

 

Las bromas pesadas que juega la inseguridad cuando está en contubernio con el subconsciente, ¿verdad?

 

Pero en fin. Ahí estaba él. Comportándose como si no pasara nada. Tal vez porque, efectivamente, no estaba pasando nada. Ni para él, ni para mí. Él era un espíritu libre, y podía hacer de su vida (y así lo hace desde que lo conocí, hace mucho) lo que le viniera en gana. Y, extrañamente, eso era precisamente lo que me gustaba de él.

 

Con el amor platónico de mi amor platónico rondando por su cabeza, pero completamente indiferente en tener una relación con ella, quizá por los intereses tan dispares que trae su extraña dinámica familiar, tan opuesta a la de él; quizá por la incompatibilidad de sus tiempos libres;o quizá porque ella se desvaneció casi deliberadamente del diario camino de su vida, él dio un paso decisivo. Pero para otro lado.

 

Un pequeño desliz de su parte nos informó que sus afectos tan inalcanzables, más por la libertad de su espíritu que por ser un hombre inaccesible o inconquistable, ya le pertenecían a alguien más. Ese alguien más seguía sin ser yo.

 

Él tiene ganas de amar, así nos lo dio a entender un día, entre un caballito y otro. Tal vez, sobre todo a mí, quien la fuerza de mis suspiros casi llegó a despeinarlo. Estaba en la búsqueda de alguien a quién querer. Estaba dispuesto a darlo todo y a tenerlo todo. Pero tenía que cubrir lo básico que un hombre moderno y que sabe lo que quiere, busca: que no hubiera compromisos, que no hubiera hijos chiquitos, pero que hubiera muchas ganas de estar con él. Entonces esta nueva relación le cayó como anillo al dedo. Cubre los requisitos. Es, aparentemente, lo que él había estado buscando.

 

De ella, no tengo nada qué decir, porque sólo la conozco de cara, y lo que sé de ella, lo sé por boca de otros. Pero sé de buena fuente que es una mujer íntegra, responsable, y merecedora de un amor bonito. Como se lo merecen todas las mujeres y hombres que son íntegros y responsables.

 

Tampoco sé en dónde está ella, ni lo que está haciendo.

Pero sí se en dónde está mi amor platónico. Y también sé qué está haciendo.

Y lo que está haciendo, si yo fuera ella, no lo consentiría, ni lo justificaría.

 

Por la naturaleza de mi profesión, obviamente tengo varias amigas y amigos. Unos buenos y otros mejores. Muchos de ellos, casados. Unos porque quieren, y otros porque pueden. Un día, uno de ellos, casadísimo desde hace tiempo, y a quien creo coqueto desde la cuna, por su habilidad en el uso de la verborrea propia de un Don Juan y el puntual guiño de ojo, digno de un Casanova, me dijo un día: "Que uno esté a dieta, no significa que uno no pueda ver el menú". Esta frase ya me la sabía, porque muchas veces antes ya la había escuchado, incluso de boca de mis más allegados. Ésta es una centenaria locución que utilizan aquellos ojo-alegres para justificar sus ilimitados coqueteos, y que sirve de excusa para seguir llenando al ojo de más alegría.

 

Mi amor platónico no me lo dijo, pero puede que se rija bajo este principio. Sus miradas, tan naturales como las de cualquier otro, no se detienen en los ojos de sus más jóvenes y guapas interlocutoras, sino que bajan más allá de sus firmes cuellos. Buscan. Y encuentran. Bromea con sus amigos, y hace comentarios al respecto de los vivaces ojos, las seductoras sonrisas y los bien torneados cuerpos de sus jóvenes compañeras de trabajo, o de las mujeres que frecuenta a diario. O de perfectas desconocidas.

 

Aparentemente, según lo que él cuenta, está feliz con su nueva relación, pero no quita el dedo del renglón con su original amor platónico. Y sigue teniendo ojos para quién sabe quién más. Ese “Quién sabe quién”, no es necesariamente su actual relación, sino cualquier mujer bonita que le pase por enfrente, según su personal noción de lo que es bello.

 

Un hombre o una mujer que han sido libres mucho tiempo, y que se han entregado a buscar la felicidad en cualquier faceta que se les presente, encontrarán (encontraremos, dijo el otro) un poco de dificultad para sentar cabeza. Otros tantos, acostumbrados a su libertad, buscarán no sentarla en lo absoluto.


Cada quién.

 

O como dijo un día otro amor platónico que tuve en algún momento, también muy coqueto, aunque ya algo oxidado, “el cuerpo se acostumbra a lo que le dan, y es muy difícil quitárselo…” Ciertamente esto ocurre en muchos aspectos de la vida, pero sé perfectamente a lo que, en lo particular, este viejo lobo de mar se refería. Uno se acostumbra muy rápido a la buena vida, a lo que trae placer y alegría. Y, si andar de picaflor, como él, es lo que le trae alegría, va a estar muy difícil que le escondan las flores.

 

Qué conveniente, ¿no?

 

Yo también he sido soltera mucho tiempo, pero no secundo esta moción. Cierto: ciega, tampoco soy. La vista es muy natural, y las miradas, muy trepadoras. Pero esto, lo de andar por el camino del bien-amar en cuanto a las relaciones humanas se refiere es también, creo yo, cuestión de principios, sin andar mirando “de más”. La libertad que tengo para amar, o más bien, la presencia de vínculos convenientemente hablados o tácitamente pactados, pero no firmados, no significa abandonarse a la perversidad de justificar desear a cualquiera que se me pare enfrente.

 

Con esta mojigatería en mente, les informo, aunque nadie me haya pedido semejante información, que no hay nada más atractivo para su humilde servidora que un hombre fiel. Aunque su fidelidad no sea para mí. Con mis ciegas políticas personales de ser fiel a toda costa, me complace ver a un hombre que, aun pudiendo faltar a los principios de afecto y lealtad para con quien tiene a su lado, papel firmado o no, decide con toda intención, amar y respetar antes que desdeñar y humillar.

 

Ni conozco, ni son de mi incumbencia los estatutos del contrato entre mi amor platónico y su pareja. Si esa relación es tan libre como sus conciencias, sus ojos, o sus lugares de trabajo se los permita, es cosa de ellos dos. Lo que ella haga por su lado, es cuestión de ella. Lo que él haga por su cuenta, es asunto de él.

 

Aunque él hizo sentir a mi corazón un poquillo más libre y menos apática, aunque sigo admirando muchas de las cualidades que dieron lugar a aquél capricho temporal, aunque sigue existiendo cierta familiaridad en las palabras que nos profesamos mutuamente, mis suspiros ya no lo despeinan, ni Cupido se atreve a cruzarse en mi camino.

 

Sin embargo, aun después de tanto tiempo, él me sigue pareciendo físicamente atractivo, y seductoramente inteligente. Pero créeme si te digo que desde hace un rato que yo no es ni tan platónico, ni tan mi amor. Pero ahí termina el juego para mí. Por lo menos con él. Porque, ahora que lo conozco, ahora que sé de qué pata cojeamos cada uno, ahora que mi noción del amor ha envejecido conmigo, no creo querer a alguien como él.

 

 

Ni modo.

 

A la caza del siguiente,

Miss V.

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