AMO MI PROFESIÓN, PERO...
- yesmissv
- May 18, 2023
- 7 min read
Updated: May 19, 2023

A propósito del día del Maestro y la Maestra que recién acabamos de celebrar el lunes, les platico con mucha presunción que, en unos cuantos meses, estaré cumpliendo treinta y cuatro años en la docencia. No es por alardear ni mucho menos, pero me inicié en esta bella, aunque caótica carrera, cuando yo era apenas una niña.
Ciertamente, las cosas han cambiado mucho desde mis muy juveniles inicios en esta maravillosa profesión. Pero, en todos los años que he transitado por el camino del magisterio, sin excepción, me he encontrado con muchos maestros y maestras orgullosos y satisfechos con su labor. Dispuestos a darlo todo y un poco más en pro de sus alumnos, quienes les significan una importante parte de sus vidas laborales, y a veces, hasta personales.
Aunque no todos.
Qué nos hizo elegir esta labor, o mejor aún, qué nos hizo quedarnos en ella, sólo el que es la Vida y nosotros lo sabemos a ciencia cierta. Pero las muchas razones que he escuchado por las cuáles la gente ha elegido la docencia como modo de vida, son todas muy diversas: que porque el mundo necesita más maestros comprometidos, que porque quieren seguridad y estabilidad laboral; que porque no encuentran trabajo en su área, nomás dando clases en secundaria, y ni modo; que porque quieren “hacer la diferencia” en esta sociedad tan maltratada; que porque quieren compartir el amor que siempre tuvieron por aprender y, ahora, por enseñar; que porque les encantan los niños y las niñas; que porque es lo que pueden hacer sin problemas, mientras se casan…
Comprendo. El insigne oficio de la enseñanza no es para todos. El magisterio puede ser absolutamente delicioso. Pero en muchas ocasiones es tristemente cruel. También puede ser plenamente gratificante. Pero no todas las veces es justamente remunerado. Incluso, para algunos, puede llegar a ser imperecedero. Pero últimamente, para otros, se ha convertido en un artículo de usar y tirar.
Sin contar a los profesores y profesoras que ya se han jubilado, y cuyas carreras docentes se extienden hasta los cincuenta años de labor o más, quedamos unos cuantos maestros, cuando menos de mi generación, que portamos con orgullo nuestra longeva edad magisterial. Y en todos esos años, a pesar de entregarnos con el amor que nos causa una labor tan noble, no hemos estado exentos de recibir críticas continuas, consejos no pedidos, consultas extravagantes, y quién sabe qué cosas más.
Hace muchos años, como treinta y casi todos los que llevo en esto, recibí mi primera cachetada de realidad, cuando me di cuenta de que la docencia no es como en las películas: maestros y maestras (solteros o solteras, y/o sin prole) que con sólo desearlo, rebelándose contra las autoridades, ignorando el currículo y enfocándose exclusivamente en las necesidades afectivas de sus alumnos, más que en sus necesidades académicas, podían obrar verdaderos milagros. Hasta el de provocar que sus alumnos se graduaran con honores, sin siquiera haber abierto un solo libro en todo el semestre.
Por un tiempo, para mí, casi fue así, pues no tenía más preocupaciones en la vida que ser solamente maestra, poniéndome, además, el objetivo de convertirme en una de las mejores. No creo haberlo logrado todavía pero, aún con todos estos años, de que se sigue intentando, se sigue intentando.
Así como en las películas, mi preocupación por mis alumnos a veces rebasaba el tiempo en el aula, o el lugar de estudio. Mi vida giraba exclusivamente alrededor de mis estudiantes y sus muchas aflicciones académicas y emocionales. Mi mente maquinaba ideas nuevas para salvaguardar su integridad, pero mi corazón se desbordaba de mortificación por hacer tan poco.
Mi interés por mis alumnos y alumnas era enteramente genuino, y llegó a ser tal, que uno de mis (muy inocentes) objetivos, era el de curar, a como diera lugar, el corazón de mis alumnos y alumnas, sobre todo los de aquellas criaturas a cuyos papás o mamás no les preocupaba su propia progenie. Durante la época de las tutorías/clases particulares, les resguardaba en mi casa, protegiéndoles de las personas que deberían haberlos cuidado, para que, por lo menos por unas horas, recibieran de mí (aunque nadie me lo hubiera pedido) la calidez que faltaba en los congeladores emocionales que eran sus casas, o sus ambientes sociales, muchos de ellos tan ricos y tan pobres, a la vez.
A esa tierna edad, aun con la neófita etiqueta de “maestra”, me di cuenta de que en cualquier sociedad, si el vínculo familiar es frágil, o no existe el interés de unos miembros de la familia por otros, el docente puede hacer muy poco, o nada, desde afuera. No importa cuánta disposición tenga, o cuánto desgarre sus vestiduras por sus alumnos y alumnas: cuando no se puede, no se puede. Por ello, acúsome de haber pecado muchas veces, de metiche, intentando buscar soluciones no pedidas a problemas de los cuales no conocía los antecedentes, algún capítulo, o nada en absoluto.
La vida no tardó en reclamármelo…
A la (casi) mala, aprendí que el trabajo del maestro, aún comprometido e interesado, debe tener un límite, pero también una conclusión dentro del aula, sin que los problemas de nuestros alumnos nos lleguen a quitar el sueño (aunque a veces no se pueda); que la labor docente, a menos que dicha labor sea remunerada por la familia en cuestión, o por la institución, difícilmente se puede extender fuera del aula (por mucho que se quiera); y que, querer entrometerse más de lo estrictamente necesario, trae consecuencias muy desfavorables, y situaciones laborales indeseables (pese a tener todas las buenas intenciones).
Directivos y coordinaciones me echaron en cara el amor que tenía por mis alumnos y alumnas, tachándome de imprudente y no calificada para “dar seguimiento”. Equivocados no estaban. Crucé, inocentemente, un espacio que no debería haber cruzado. No sin invitación. O, incluso, con ella.
Los papás y las mamás me recriminaron el desinteresado afecto que tenía por sus hijos e hijas, diciendo que ninguna “maestrita” tenía qué meterse en lo que no la llamaban. Tenían razón. Yo estaba traspasando un territorio al que no podía traspasar. No sin invitación. O, incluso, con ella.
Así sería, pues, de ahí en más.
De cualquier manera, la vida sigue.
A lo largo de mi andar por el camino de la docencia, después como maestra casada, con hijos, y después descasada otra vez, comprendí que el amor por mis alumnos sigue existiendo, pero que ya tiene, muy tristemente, una fecha de caducidad. O mejor dicho, una condición para su caducidad. Y que, gracias a eso, mi papel de docente experimentada debe tener el recato de aquél que puede sólo apuntar a la situación, para señalar, informar, y permitir a otros hacer su labor. Incluyendo a los papás y mamás de nuestros sufridos educandos.
Entendí que, aunque quisiera, yo disto mucho de ser la salvadora de almas que antaño creí que podía ser, no por mi falta de ganas, sino por la impenetrable barrera que me significa la falta de interés de los papás y mamás de mis alumnos y alumnas. O peor aún, la falta de interés de mis alumnos y alumnas. Lo comprendo perfectamente pues, con las muchas disfuncionalidades, a veces tan obvias, otras tantas, invisibles, de las que adolecen las familias de hoy, el hermetismo es la mejor arma para que nadie, ni una maestra ya sea joven y soltera, o casada (o descasada) y con o sin hijos, incluso con las mejores intenciones, se meta donde no le llaman.
O sea, llegué a la conclusión de que, si deveras quiero ayudar a mis alumnos, la mejor arma es la observación cercana, y la puntual delegación de la situación al departamento correcto. Todo esto, claro, según el reglamento escolar.
Esto no debería ya ocurrir en los niveles en los que me desenvuelvo hoy en día, honestamente. No lo de amar a mis alumnos, pues, a pesar de la edad de mis universitarios pupilos, aún me sigo enamorando de ellos y ellas. Con sus “asegunes”.
No. Me refiero a lo de delegar. Y a lo de observar, desde mi papel de maestra de adultos, a observar, aconsejar en lo estrictamente profesional, y delegar las situaciones, ya sean administrativas, escolares, o sentimentales, a las instancias correspondientes.
Desafortunadamente, también acúsome de que mi desenamoramiento y, honestamente, hasta mi desinterés por ellos, se dé más rápido que antaño. Tal vez sea por mi edad, mi experiencia, mi estilo de vida, o simplemente porque me di cuenta, de manera tan pronta como dolorosa, de que mis estudiantes, aunque jóvenes, son adultos con disfuncionalidades emocionales, desintereses profesionales, y/o despreocupaciones morales; y que se encuentran hoy en el terreno de la apatía, no por la falta de amor de algún maestro u otro, sino porque, por representar un peligro para las criaturas (según papá y mamá), ninguna “maestrita” tenía qué meterse en lo que no la llaman.
Hoy por hoy, sigo amando mi profesión. Pero me queda claro que ninguna otra actividad profesional tiene que aguantar críticas continuas, consejos no pedidos, consultas extravagantes, y quién sabe qué cosas más, por parte de los mismos estudiantes, sus tutores y tutoras, sus papás y mamás, nuestros jefes, y hasta de la sociedad en general, que nada sabe del trabajo en el aula.
Hoy en día, sigo amando mi profesión. Pero no me cabe duda de que se podrían obrar verdaderos milagros, aunque NO únicamente con desearlo, como en las películas, sino con luchar la pelea de la ambición y la superación, misma que a veces se pelea de un solo lado, contra todo y contra todos; y que no podemos rebelarnos contra las autoridades, ignorar el currículo y enfocarnos exclusivamente en las necesidades afectivas de sus alumnos, más que en sus necesidades académicas, pues los altos mandos educativos así lo exigen.
Hoy y ahora, sigo amando mi profesión. Pero aunque el interés por mis alumnos y alumnas sigue siendo enteramente genuino, ya también ha llegado a un límite, pues la fragilidad de sus vínculos familiares, además de sus propias disfuncionalidades emocionales, desintereses profesionales, y despreocupaciones morales, se han vuelto en mi contra, y ahora son ellos (amén a veces de nuestras propias áreas de trabajo) los que me han llegado a definir como indiferente, insensible e inclemente, después de haberme catalogado de metiche, grosera e insolente.
A veces no me extraña que algunos de aquellos jubilados, los que no pertenecen al grupo de los dichosos, o bien aquellos que buscaron abandonar urgentemente el barco de la docencia antes del tiempo de retiro, se sientan aliviados por no continuar comandando lo que queda del ajado navío del magisterio que, en nuestra idealista y optimista juventud, parecía inhundible.
Qué nos impide renunciar a esta labor, o mejor aún, qué nos hace quedarnos en ella, sólo el que es la Vida y nosotros lo sabemos a ciencia cierta. Pero los que nos quedamos, nos hemos quedado luchando contra todo pronóstico de éxito, siempre con motivos muy diversos: que porque tenemos los mismos miedos, las mismas esperanzas, y los mismos sueños; que porque la enseñanza es un refugio para nuestra seguridad laboral; que porque ya es demasiado tarde abandonarla en búsqueda de otra cosa; que porque es nuestra única y verdadera vocación; que porque a pesar de los pesares, insistimos en “hacer la diferencia” en esta sociedad cada vez más malagradecida; que porque la robusta recompensa emocional es superior a la escuálida remuneración económica…
O bien porque, contrario a lo que la gente piensa, la educación no es necesariamente una fiesta, sino una continua serie de desencantos que sólo los valientes, pero muy exhaustos maestros, nos atrevemos a, pero estamos hartos de, desafiar…
A punto de tirar la toalla,
Miss V.
Comentarios