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ALUMNOS DE RELLENO

  • Writer: yesmissv
    yesmissv
  • Aug 3, 2023
  • 5 min read

En honor a la verdad, como ya había dicho en un relato anterior, los números nunca fueron mi fuerte. Y como dijo Don Teofilito...


Las matemáticas, la física y la contabilidad, no eran mis amigas; y, pese a su utilidad, yo tampoco estaba muy interesada en ser amiga de ellas. No había mucha sororidad entre nosotras que digamos.


Ahora bien. Aunque las materias con números no eran lo mío, había otras en las que sí llegué a sobresalir, tales como español e inglés. O mecanografía y redacción. O historia y geografía. O dibujo y caligrafía.


No estaba tan perdida, pues.


Por eso, particularmente durante la secundaria, mis intereses fueron otros. Todas las veces que pude, participé en muchos eventos, casi todos artísticos o culturales, que dejaban ver el otro tipo no-matemático de destrezas que tenía: el coro, la banda de guerra, la selección de volley; o bien, muestras de dibujo, ensayos en inglés, redacción de historias...


Pero, a pesar de ser, según mi propio ego, bastante buena en todo eso, ni las monjas ni los profesores, consideraron que yo debía estar en el cuadro de honor, pues nada de lo anterior mencionado era considerado primordial para estar ahí. Yo era, por lo tanto, una "alumna de relleno". O sea, una alumna que, aunque en las materias no curriculares era lo suficientemente buena, en las académicas/numéricas, no era tanto.

Eso, y que yo no era un ejemplo de comportamiento, tampoco.


(Perdón, Sor Tere...)


Yo sé que esta palabra, relleno, es un vocablo de uso frecuente y acomodaticio. Por ejemplo, unos chiles rellenos siempre serán mejores que unos chiles vacíos. Y una almohada suavecita debe su primordial característica, y uso, a lo que lleva dentro. Pero, por lo menos en aquel entonces, ser alumno de relleno, ni alimentaba ni suavizaba el alma, sino que avivaba el feo sentimiento de no ser tomada en cuenta para el cuadro de honor, por ser sólo eso: relleno.


Pero, no crean que soy tan chilletas. Claro que hubo adultos sensatos (de entre las monjas ciegas y los profesores de vista corta) que, a pesar de mi discapacidad numérica, vieron en mí facultades diferentes, y trataban de impulsarme a continuar desarrollando y persiguiendo eso que las escuelas de antaño (y aún hoy) consideraban segundón.


Es que, en aquellos tiempos, el estudiante cuyos intereses no fueran (y por ende no sobresaliera en) matemáticas o afines, entonces no era digno de ser llamado bueno, con todo y la ambigüedad de semejante palabra. No importaba si era un pazguato para chutar un balón, un aturdido que no sabía ni dibujar una equis, o un completo introvertido incapaz de decir algo ni para salvar su vida. Mientras fuera bueno en las materias académicas, particularmente en Matemáticas, o todo lo relacionado con los guarismos, su lugar estaba reservado en esa ambicionada lista de alumnos destacados.


¡Afortunado el alumno, entonces, que, sobresaliendo en matemáticas, sobresalía también en otra cosa de corte artístico o deportivo! ¡O ambos! Y, si además se portaba como un ángel, y era un simpático extrovertido, se le consideraba el epítome del estudiante. Era la perfección andando, pero con feos zapatos escolares.


Y nuestros maestros y maestras, y muchas veces, nuestros propios papás y mamás, nos echaban hasta en la sopa a estos insuperables engendros, ejemplificando o comparando, para que fueran nuestro prototipo en la vida, y/o una constante fuente de motivación; y para que lucháramos, cada vez, para ser más como ellos eran, y evitar, cada vez, ser más como nosotros éramos.


Resultó contraproducente.

Para nosotros.

Los de relleno...


Porque, además de comenzar a despreciar a los perfectos y perfectas aquellos, muchos de nosotros comenzamos a menospreciarnos a nosotros mismos, pues sabíamos que no podíamos saberlo todo de todo, no podíamos ser atléticos y, además, no podíamos ser el dechado de virtudes que las personas a cargo de nuestra educación querían que fuéramos. Por lo que nuestro deseo de agradar a nuestros papás y nuestras mamás, comenzó a entrar en conflicto con la frustración de no hacer más, no por no querer, sino por no poder. A pesar de que hacíamos lo que sabíamos y podíamos, y éramos buenos en ello, no acabábamos por agradar a los crueles jueces adultos de nuestro entorno.


Aquí, se desató una lucha (que tal vez para algunos de nosotros duró mucho tiempo), entre nuestra incomprendida inteligencia que se esforzaba por comprender lo que no comprendía, y el verdadero yo, ése que verdaderamente no sabía matemáticas o física, y que asustaba a nuestros papás y mamás, quienes temían que, por seguir contando con los dedos y no sabernos la tabla del siete, nos fuéramos a convertir (como dijo aquel caprichoso y tricolor poeta chilango, comparándonos con piedras rodantes) en unas lacras, mientras que otros eran del cuadro de honor.


Hasta que un día que se abrieron los cielos, y a un psicólogo muy inteligente se le ocurrió pensar, anotar y comprobar, que la inteligencia humana no es lineal, ni única, ni etiquetable.


A este buen señor se le ocurrió declarar (bendito Dios) que las personas somos diferentes, asimilamos la educación de manera diferente y tenemos diferentes habilidades, por lo que, aunque éramos capaces de reconocer nuestras preferencias, pero también nuestras fuerzas y debilidades en lo educativo y en lo artístico, también sabíamos que NO todos debíamos forzosamente ser buenos en matemáticas, sino que también podíamos ser buenos y felices, con la música, la redacción, el dibujo o la caligrafía...


En casos como éstos, una de las primeras cosas que habría que escrutar es que NO está mal que los alumnos de relleno sean buenos en las materias de relleno, y no necesariamente en las establecidas en el currículo. Materias a las que, aunque hubiera habido un especialista a su cargo, ni siquiera algunas autoridades escolares, u otros alumnos, le daban importancia.


Materias que, para variar, se califican en lo numérico, y no necesariamente en lo exclusivamente competente (coscorrón para las ajadas y risibles autoridades educativas de este país).


Y no se les daba importancia, no porque no fueran importantes para el desarrollo artístico o emocional, sino porque no les daban ningún sentido curricular. No había una idea clara de su objetivo, ni de su uso en el aula, pues, lo único que hacían, según maestros y hasta padres de familia, era quitarles tiempo a otras clases importantes, como matemáticas o álgebra. “Dos clases de música a la semana, ¿para qué? Podrían tener computación durante esas horas”. U: “¿Otras dos horas de artes plásticas? Mejor de inglés ¡y eso, con sus asegunes!”.


Me consta.


Ahora bien. No porque yo no haya sido, ni sea, buena en matemáticas, significa que satanizo todas aquellas materias relacionadas a ellas. Tienen, como lo dije antes, una utilidad intrínseca, una cualidad esencial de la que, ni las analfabetas numéricas como yo, podemos, ni deberíamos, escapar del todo.


Pero hoy, después de que a Mr. Gardner, el psicólogo inteligente del que les hablaba, se le ocurriera también deslindar el concepto de que inteligencia es igual a un resultado de IQ generalizado, y que,a su vez a la inteligencia se le definiera como una gama completa de habilidades y talentos que poseemos todos, en mayor o menor grado, entonces los alumnos de relleno estuvimos, aunque sea un poco tardíamente, a salvo del juicio de aquellos que sobresalían en los números, o de aquellos que creían que los números eran el equivalente único a una persona brillante.


Pues hasta quien es deportista, quien ama a los animales, quien sabe cuidar plantas, quien sabe tejer con agujas, quien canta en un coro, quien baila salsa, quien recita poemas, quien toca el bajo, quien escribe lo que hay en su corazón… Todos. Todos somos dignos de pertenecer en el cuadro de honor.


Y no considerársenos poco importantes.

Porque no. No somos de relleno.


Y comiéndome un chile relleno,

Miss V.



 
 
 

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