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Cuando comencé mi carrera magisterial a la fresca edad de dieciséis años, todo el mundo alrededor de mí me consideraba (y seguramente sí lo era) una mocosa venida a más con una cuasi calificativo de maestra. Aquella era una época en la que, para un maestro o maestra de inglés, no era necesario tener una carrera universitaria relacionada con los idiomas. Es más, NO se necesitaba tener una carrera universitaria. Punto. Con saber hablar inglés medianamente, y tener un papel expedido por la academia de “renombre” que fuera, era más que suficiente.
Yo cumplía con los tres requisitos casi a la perfección. El primero, porque ni de chiste tenía yo una carrera Universitaria. El segundo, porque hablaba inglés “medianamente”, pero ni falta hacía que supiera más. Y tercero, tenía el papel que avalaba dicho nivel. Luego, se presentó una oportunidad para tener a cargo a los niños y niñas más chiquitos de una institución, famosa en aquel entonces por aceptar alumnos corridos de otras instituciones, y por ser una escuela de inspiración cristiana. Eso fue lo que me puso en el mapa de la docencia. Del inglés, más específicamente.
Mis primeros pasos en la docencia fueron más el resultado del instinto que de la sabiduría. Excepto cuando mis hermanas y yo jugábamos a la escuelita, yo nunca en mi vida había dado clases de nada, por lo que para mí era razonable empezar a dar clases como a mí me habían enseñado en la secundaria que casi acababa de terminar. Entonces, estar frente a un grupillo de niños y niñas de dos o tres años, era como seguir jugando a la escuelita, pero con una ventaja maravillosa pues, por mucho que yo fuera una neófita en las artes magisteriales, mis párvulos alumnos sabían muchísimo menos que yo. Y además, me pagaban.
Damas y caballeros. Huelga decir que su servidora se sintió, desde el primer día, como pez en el agua. La docencia tuvo, desde mi inaugural encuentro formal con ella, un no sé qué que qué sé yo, que me tiene todavía atrapada. Con sus asegunes, valga señalar. Ciertamente, este jamás hubiera sido mi oficio elegido. Mis miras estaban en algo un poco menos educativo, y un mucho más artístico. Pero tal vez, y sólo tal vez ¿esto era lo que el destino tenía fraguado para mí? Pronto me di cuenta de que, a pesar de los pesares, las personas que son más jóvenes que una, sobre todo aquellas que le preocupan a una y que, irremediablemente termina una queriendo, la llenan a una de vida, de un deseo de ser mejor. De hacer las cosas de mejor manera.
En aquel entonces los chiquillos y las chiquillas me simpatizaban mucho. Ellos no me representaban ningún problema. Ellos (y los cheques a temprana edad) eran la razón por la que una niña iba a trabajar, puntualmente, todos los días. Lidiar con los otros adultos curtidos y mañosos ya era otro cantar. Eso sí no me gustaba nada…
En muchos aspectos, en ese entonces, a pesar de mi incipiente deleite por la docencia, tu servidora llevaba las de perder: sin la edad adecuada para ser llamada adulta, todavía; sin una carrera magisterial formal, y registrada; y con la confianza y la arrogancia que trae haber escuchado un poco más de cumplidos que censuras a mi tierna edad, que se me ocurriera corregir a cualquiera de mis colegas maestros, tan doctos y experimentados (y tan viejos), fue el acabose para tu servidora.
La palabra que desmanteló lo poco construido que llevaba en mis relaciones laborales con mis adultos y nefastos compañeros de trabajo, fue “huevo”. En inglés, por supuesto. Sin filtros ni tapujos, tan propios de una escuincla de dieciséis, acostumbrada más a decir lo que piensa, que a pensar lo que dice, le dije a una maestra, delante de otros: “Así no se pronuncia”.
“Si tus miradas fueran puñales, me matarían solo al mirar”, dicen que dijo La Joven Mancornadora. Y eso fue, efectivamente lo que recibí de la maestra a la que me atreví a corregir. Sus ojos se abrieron tanto, y sus miradas fueron tan calcinantes que, debo aceptarlo, ellos fueron la causa de abrir mis propios ojos a mi primera metida de pata laboral; y caer en la cuenta de que, aunque se tenga una opinión, no importa que tan certera sea, no tiene qué decirse tan a la ligera y tan atrevidamente.
“A mí ninguna mocosa… me va a estar corrigiendo”, me contestó entre dientes esta miss a la que llamaremos Aracely, porque ese era su nombre. Esos puntos suspensivos fueron una pausa de su parte, muy a tiempo, pues estaba casi segura de que le hubiera encantado decirme PENDEJA, con todas sus letras, y con todo el sentimiento.
En perspectiva y con toda la honestidad posible, sin modestias falsas, y viendo la situación del pasado, puedo concluir que, a pesar de la poca experiencia en la docencia y en la comunicación oral de otro idioma, no era yo tan burra. No tanto. Pero la maestra cuarentona a la que se me ocurrió corregir, tampoco era una lumbrera. A pesar de sus “muchísimos años” (según sus propias palabras) de experiencia, sí nos veníamos dando un quién-vive en asuntos del idioma que se convirtió en nuestro modus vivendi. Ese es el resultado, querida maestra experimentada, de dar las clases de inglés en español…
Aracely llevaba, sin embargo, una tremenda ventaja sobre mí. Y no me refiero a su edad y sus muchos años de docente. Me refiero al injusto contubernio que, junto con otras profesoras, estableció contra mí, una escuincla tan equis como mis limitadas experiencias en todo, y que no representaba ningún peligro. Esas profesoras (otras cuatro ancianas de edades variadas) no eran sólo compañeras de trabajo. Eran amigas. Eran cómplices. Y tenían una enemiguilla común que, además, tenía la mala suerte de ser sobrina de la directora de primaria. Por ello, una gran parte del ciclo escolar, me hicieron la vida muy difícil.
Habrase visto. Cinco viejas contra una niña.
Al tiempo fui demostrando que, a pesar de no ser mi opción, sino la de otros, y a pesar de ser la sobrina de la directora, sí tenía maderilla para ser maestra. Tanto así que, como dije, después de treinta y cinco años aquí ando todavía. Pero hace todo ese tiempo eso no lo iba a saber nadie, ni siquiera yo. Y tampoco me hubiera imaginado que, una simple corrección hecha casi sin pensar, fuera suficiente para ganarme la jurada enemistad y los continuos desplantes de cinco viejas de entre veintiocho y cuarenta y tantos.
No te ofendas si este es tu rango de edad. O más todavía. Yo misma ya lo sobrepasé hace rato. Recuerda que para aquel entonces (y en este entonces, también) para aquellos que apenas rondábamos la mitad de nuestros años de adolescencia, cualquiera que superara los treinta era ya un milagro de vida.
Como maestra, reparar el error ajeno, sobre todo en aquello relacionado con la docencia, lo llevo bien metido en la sangre desde hace años. “Enseñar al que no sabe” es, incluso, una de las obras espirituales de misericordia que me aprendí en el catecismo. Esto, creo yo, abarca el corregir a quien se equivoca. Desafortunadamente, quien se equivoca (nos equivocamos, dijo el otro) no siempre estamos dispuestos a permitir que otro mocoso o mocosa venidos a más, o cualquier otro con aires de superioridad, venga a corregir nuestros yerros.
Pero todo en la vida es cíclico. Hubo un tiempo, después de haber adquirido mis propias experiencias, cultivado mis propias tácticas de enseñanza, y adquirido mis propias múltiples amarguras, en el que a mí también me llegó a molestar que me corrigieran. Pero aunque he mejorado, no creas que lo he superado del todo. El que sigue viviendo en este plano, tiene que seguir aprendiendo.
“Hay de modos a modos”, tal vez diremos. Ciertamente a nadie nos gusta que censuren nuestros deslices en tono burlón o sarcástico, poniendo nuestra inteligencia en entredicho. Mucho menos delante de otros.
Pero también, aceptémoslo, hay de madureces a madureces. Y muchos de nosotros somos incapaces de tomar la corrección para nuestro propio bien, sino como un insulto personal de quien se atrevió a rectificar nuestro error.
No importa si la corrección se hizo con delicadeza, o con todas las buenas intenciones. Las reacciones a los comentarios de esa índole en lo particular, suelen ser mucho más complejas de lo que podríamos esperar, pues incluso las correcciones bien intencionadas llegan a desencadenar una acre rivalidad entre dos o más que puede, como lo he atestiguado en alguna ocasión u otra, durar muchos, muchos años.
Corrigiendo fue como comencé mi primer trabajo. Y corrigiendo fue como lo terminé. O me lo terminaron…
Sin escarmentar del todo, después de diecinueve años de haber trabajado en esa institución, la vez que corregí a mi jefa de aquel entonces por pronunciar mal una palabra, fue lo último que hice en ese lugar. Ella, a quien llamaremos Linda, como tantos otros lo hemos hecho, y lo seguimos haciendo, llevaba bien vinculada su autoestima a sus conocimientos profesionales, a sus competencias experienciales y a sus habilidades personales. O a la falta de ellos… El día que corregí la espantosa pronunciación de una palabra tan básica como lo es “tijeras” (en inglés, por supuesto), fue para ella un tremendo desafío a su capacidad como experimentada maestra, a su autoridad como coordinadora, y a su bien conocida e innegable inteligencia. Esa corrección hirió su ego de tal manera que, al finalizar ese ciclo escolar, yo estaba ya recibiendo un cheque de finiquito.
Seguramente fue mi ego el que me dijo que ese había sido el motivo, más bien. También es seguro que mi paso por ese lugar ya estaba destinado a terminar, de todas maneras. Y los factores que movieron a los poderes fácticos a invitarme a dejar de pertenecer a las filas docentes de semejante institución, habrán sido muchos otros, y no sólo ese. Y bien que los conozco. Pero que yo le dijera que pronunciara bien “tijeras” (y “pirámide”, y “guirnalda”, y “Vikingos”, y “prejuicio” …) fue, seguramente, la gota que derramó el vaso.
No me declaro ganadora, ni poseedora de la última palabra. Por el contrario. Este triste primer cese de relaciones laborales fue el principio de un calvario personal en el que tuve que aprender, casi a la mala que, para formarse, uno tiene que equivocarse. De alguna manera, cuando recibí mi primera corrección de boca de alguien menos experimentado que yo, casi de manera inconsciente, me pude deslizar, repentinamente y sin pedirlo, en el lugar de Aracely y Linda. También fue el principio de un camino escabroso en el que me di cuenta de que, a pesar de mi edad, había personas más jóvenes que sabían mucho más que yo; y en ese camino tuve que transitar, aun cuando NO estaba acostumbrada a que me corrigiera nadie que no fueran mi papá y mi mamá. Pese a ser yo misma una mamá.
Que la gente me corrigiera era, para tu servidora, un símil de fracaso. Aun cuando las correcciones fueran diplomáticas y bien intencionadas, para mí era vergonzoso aceptar que me había equivocado. Como si no tuviera derecho a hacerlo. Mi frustración y mi enojo eran tales, que casi le llegué a decir a la primera escuincla que me corrigió “a mí ninguna mocosa (pendeja) me va a estar corrigiendo”. Pero igual que Aracely, también omití el improperio.
El miedo subyacente a ser juzgada de manera negativa, me hacía reaccionar a la defensiva. Hoy sé que ese miedo provenía de mis experiencias pasadas en las que personas como Aracely y sus secuaces, pero también otros adultos antes que ellas, me criticaban tan dura, tan injusta, y tan abiertamente, que terminaban por hacerme llorar como la niña que era. Luego, en esta escuela de inspiración cristiana, provocaron en mí el terminal deseo de querer renunciar a mi trabajo, cuando apenas llevaba seis meses de experiencia, y cuando ni idea tenía de qué era una renuncia laboral.
Ahora bien. No creas que porque me caía mal que una persona más joven me corrigiera, me daba un gusto tremendo que un superior lo hiciera. Para aquél o aquella cuya autoestima se disfraza de superioridad, como yo en aquel entonces, todo deseo de mejora por parte de alguien superior en la escala laboral, era un ataque de tal condescendencia, que despertaba mis más profundos, pero siempre alertas, sentimientos de impotencia o resentimiento. Esto ocurre particularmente porque, los que nos equivocamos, creemos que, genuinamente, tenemos la razón, y que nos corrijan, altera esa cómoda pero equivocada creencia.
Nuestra respuesta es, casi siempre, que “lo que cuenta son los sentimientos con los que se dice o se escribe algo, no cómo se dice o se escribe”, creando una disonancia cognitiva, un malestar psicológico que surge cuando las acciones o creencias de una persona entran en conflicto con información nueva. Este malestar puede llevar a una actitud defensiva como una forma de reducir la tensión causada por la corrección de otros. Y, para quienes corregimos, aun cuando lo hagamos con todo el amor posible (particularmente en redes sociales) se nos tacha de sujetos jactanciosos, pedantes sabelotodos, Nazis de la gramática, o cosas peores. Luego, a veces rematan con: “¿Qué? ¿Tú nunca te equivocas?”
En todo caso, mi mejor y más acre respuesta hubiera podido ser: “¿Qué? ¿No sabes usar un diccionario? Si estás comentando aquí, tienes acceso a uno ¿no?” Pero de la venganza verbal no se trata este sermón. Aunque ganas no me faltan.
Sin embargo, queridos lectores y lectoras. ¿Creen que a estas alturas de mi vida me siento muy satisfecha y contenta cuando otros me corrigen? Definitivamente, no todavía. Pero tampoco me le quiero ir a la yugular a quienes buscan sacarme de mi error, pues creo que definitivamente, como dije más arriba en este escrito, “el que sigue viviendo en este plano, tiene que seguir aprendiendo”. Aun cuando los menos experimentados sean los que, en ocasiones, dan mejores lecciones en la vida.
Dicho esto, no creas que lo que acabo de escribir lo aprendí nomás porque un día me levanté y dije “desde hoy ya nada me mortifica”. ¡Bueno fuera! Fueron muchas horas de trabajo de mi conciencia, mi instinto y mi espíritu, cuando empecé a identificar los sentimientos causados por una corrección bien intencionada, y otra hecha nomás por joder. Y reconocer que, no importa cómo se hagan, con buenas intenciones, o por joder nomás, siempre habrá un aprendizaje valioso.
Obviamente los demás no lo saben, pero algunas de las personas que corregimos hemos casi aprendido a mantener la calma, y que nos saquen de nuestro error, conservando la ecuanimidad. Pero al corregir, no corregimos (por lo menos, no en mi caso) como venganza por llevar el argumento perdedor en una discusión. Yo no hago eso. En el aspecto lingüístico, yo no doy patadas de ahogado. Corrijo porque me gusta enseñar. Pero, obviamente, eso los demás no lo saben, y eligen ofenderse con la más ligera corrección, aun cuando a mis palabras antecede la nota previa de “no es mi intención ofenderte por lo que te voy a decir”. Pero creo que eso ofende más…
A la larga, siempre nos importará que nos corrijan. Especialmente quién, cuándo y dónde, pues el aprendizaje puede estar en las aulas, en la calle o, como dije antes, hasta en las redes sociales. No hay nada más calmantemente aniquilador que agradecer la corrección ajena, haciéndoles saber, incluso a extraños “troleadores” que su contribución para la mejora de los demás se aprecia.
Un día, en una red social se me ocurrió cometer el dedazo de escribir “lápis”. No quiero ni contarte la cantidad de correcciones que recibí por este error, incluso de personas a quienes consideraba cercanas a mi corazón, pues con notoria saña ponían en entredicho mi papel como maestra. Como si una maestra nunca se equivocara, o no pudiera tener un error de dedo.
Aunque también me dan ganas de preguntar, acusatoriamente: “¿qué? ¿Tú nunca te equivocas?”, ahora quiero comenzar a seguir una especie de plan en forma de una serie de pasos que me ayuden a conseguir calma después de la corrección, cosa que para mí, podría ser algo difícil, porque bien que me gusta corregir, pero no tanto que me corrijan, ¿no? Antes que todo, debo entender que aunque sé muchas cosas, no lo sé todo; y que, que otras personas me corrijan, independientemente de su intención, es una oportunidad para mí para aprender y crecer.
Acto seguido, sin ningún afán de corte pasivo-agresivo, vengativo, o supremacista, deberé reunir el valor suficiente para agradecer el aporte hecho por el examinador en turno, pues reconocer la perspectiva de otros puede enriquecer nuestras propias ideas, o incluso, cambiarlas completamente, ya que, contrario a lo que había creído siempre, haber cambiado mi percepción al respecto de algunas cosas no fue necesariamente malo, pero sí sorprendente e inesperadamente bueno.
Pero espérame. Eso no quiere decir que tenga que estar de acuerdo con toda corrección hecha. Por lo menos no de manera inmediata. O nunca. Creo que será bueno tomarme un momento (o muchos) para evaluar el punto de vista del corrector, y ponderar: ¿tiene mérito lo que dice? ¿Podría tener razón? ¿Se enfrenta con mis valores? Y luego, si es necesario, puedo llegar a pedir alguna aclaración. Amablemente, por supuesto…
En el mejor de los casos, esto podrá dar lugar a intercambios, especialmente con personas que buscamos el bien común (y no necesariamente con aquellos “troleadores” que te mencionaba antes), a discusiones enriquecedoras y acuerdos beneficiosos que nos ayuden a mejorar a los que estamos involucrados en la actual reciprocidad comunicativa. Pero aquella que busca la mejora constante, el progreso emocional, y la prosperidad verbal.
En el peor de los casos, en un país lleno de sabelotodos de nada, promotores de la apariencia, y orgullosos mal orientados, jamás habrá intercambios beneficiosos, pues los “a mí ninguna mocosa… me va a estar corrigiendo”, los “¿qué? ¿Tú nunca te equivocas?”, y los “lo que cuenta son los sentimientos con los que se dice o se escribe algo, no cómo se dice o se escribe”, serán claros desalentadores para aquellos que, con toda la buena-ondez de la que podemos echar mano para “enseñar al que no sabe”, buscamos, no por creernos superiores, sino por querer compartir lo que sabemos, y lograr que la gente que vivimos aquí, aboguemos, persigamos, y adoptemos la eficacia en la comunicación.
Corrígeme, pero con amor.
Miss V.
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