top of page
Search

AMOR

Writer's picture: yesmissvyesmissv

Updated: Mar 5, 2024




Cuando estaba joven de cara y cuerpo y la gravedad todavía no era tan grave; cuando estaba en la flor de la edad, pero el cutis rebosaba de acné; cuando los problemas parecían de fácil solución, y mi papá y mi mamá podían, aparentemente, arreglarlo todo, también los incipientes coqueteos juveniles estaban a la orden del día.


La historia que procedo a contarles comenzó a desarrollarse en mi vida por ahí a la tierna edad de diecisiete, época en la que, casi desde que recuerdo, vivíamos una historia familiar que, por un lado, parecía sacada del catecismo, pero que por el otro, estaba infectada con la plaga de sus propios viejos, callados y escandalosos secretos. Secretos que nunca se mencionaron hasta que, quizá, fue un poco tarde para quien los sufrió. Ciertamente, los tiempos de mi infancia y juventud eran tiempos diferentes a los de ahora, por lo que ni siquiera nos atrevíamos a preguntar, no porque no quisiéramos saber, sino porque no era prudente, ni correcto, nada referente a ciertas cosas, como por ejemplo, el sexo, por ser considerado el tema prohibido (entre bastantes otros) por excelencia para mi entorno familiar. Un entorno tan matriarcal, como tan sexista. Tan lleno de mujeres fuertes, pero tan repleto de mujeres solas. Por ende, apenas se hablaba del tema del romance juvenil; y, cuando milagrosamente se podía dar pie a tal conversación, ésta siempre venía acompañada de más advertencias que de reflexiones. O que de buenos deseos.


Ahora bien. Ni la historia de mi vida amorosa, ni la inesperada tragedia que trajo mi matrimonio a su fin, son un secreto para nadie. Por lo menos para nadie de mis más allegados. Incluso las redes sociales han sido, más de una vez, catárticas depositarias de mis cuitas. En vivo, en el calor del momento, que jamás al calor de las copas, en un entorno de confianza, he vaciado el corazón sólo de sus más contables secretos. Sólo esos. Los que todo mundo, o cualquiera, puede saber.


Fíjate. Corría el año de 1990. En ese año, la trágica y ochentera canción de “Yo no nací para amar”, regresaba por sus fueros (o tal vez, nunca se fue) entre mi inocente círculo de amigos, y comenzaba a hacer algo de mella en el corazón de algunos de mis amigos desnoviados, quienes la cantaban con harto sentimiento “a mis dieciséis, añoraba tanto el amor que no llegó…” Guitarra y todo. Créelo o no, aunque yo tenía algunos intereses platónicos, que no amorosos, semejante canción NO desgastaba mi espíritu. Hasta que abrí los ojos, y me di cuenta de que, casi llegando los veintiuno, casi recién empezada mi carrera magisterial, casi recién empezando mi vida llena de responsabilidades adultas, y casi recién empezando a florecer en muchos aspectos, nunca había tenido un novio.


Ni falta que me hacía.


Eso era casi un escándalo entre algunos de mis amigos y amigas, porque algunos de ellos, siendo un poco más jóvenes que yo, ya iban por el tercer o cuarto novillo. Yo ni uno llevaba, amén de un par de pretendientillos tan equis, que ni siquiera me acuerdo cómo se llamaban...


Con la firmeza sin gravedad, la juventud con espinillas, y los problemas al mínimo, comenzaron mis primeros acercamientos al romanticismo, en forma de enamorados no anunciados, y pretendientes no pedidos. Pero con una acre historia familiar tan arraigada, con tantos dolores en el corazón y en el espíritu, con las heridas no curadas de mis antepasados, y el mismo miedo personal a lo nuevo, abrir mi corazón no fue tarea fácil para aquellos aventados. Sobre todo para el primero, de tres que tuve.


Este primer novio pasó por mi vida casi sin pena ni gloria, porque ser novios una semana, no creo que haya siquiera quedado medio escrito en los anales históricos de mi biografía. Bien que me sirvió de lección, todo por escuchar a mi hermana y a mis amigas. Que le hiciera caso, que era súper lindo, que yo le gustaba mucho, que la manga del muerto.


Bueno. Para no dejar, le dique que sí, aunque no completamente convencida. Nomás para ver si era chicle y pegaba.


No pegó.


No era cómodo para mí ser su novia, porque éramos amigos. No era que fuera como dos años menor que yo. Era que ni siquiera me gustaba estar sola con él. No me gustaba ni que me tomara de la mano, para que me entiendas. Desde mi muy inexperto punto de vista, esto pasó porque los amigos no podían hacerse novios. Por lo menos no si uno de ellos (yo) quería seguir siendo amigos, no pareja.


Esto último, lo sigo pensando.


Él me dio mi primer beso, y me lo dio casi a la fuerza. Afuera de mi casa. Para empezar, qué miedo que nos fuera a ver mi papá. O peor, mi mamá. Y segundo, ¿así debería de ser el primer beso? ¿Con lengüetazos por todos lados, y un cabezazo? Estoy segura de que no, y que además era resultado de su inexperiencia. Pero no sentí nada. Sólo ganas de dejar de ser su novia.


Un sábado me pidió que fuéramos novios, y al siguiente sábado le dije que mejor no. Que prefería que siguiéramos siendo amigos. Me dijo que me esperara a acostumbrarme a él. Que ocho días no eran nada. Le dije que no quería acostumbrarme. Que ocho días eran suficientes. Lloró y me chantajeó. Me dijo que lo había forzado a subir una escalera que llegaba al cielo, y que antes de llegar, se la había quitado. Que lo maté, prácticamente…


No tengo el corazón frío, pero aun viéndolo así, seguí inconmovible...


Seguramente no lo ha olvidado, pero claramente lo ha superado. El amor que les profesa a su hermosa esposa y su preciosa hija son signos de que eso ya es cosa del pasado. Para él. Para mí.


Hoy somos muy buenos amigos, y así quiero que sigamos. Lo quiero con mucho de mi corazón, y así quiero que continúe.


Mi segundo novio sí fue alguien con el que yo quería estar y, aparentemente, él también quería estar conmigo. También él era menor que yo. Pero éste sí quedo bien estampado en el libro de mis hazañas amorosas. Él era compañero de clase de mi hermana, y ni falta que hizo que mi ella la hiciera de cupido, como con el otro.


Un día me pidió que fuera su novia, y le dije inmediatamente que sí. Completamente convencida. Sabía que éste sí era chicle, y sí iba a pegar.


Así fue. Dos años.


Para mí era muy cómodo ser su novia, porque además, éramos aliados. No importaba que fuera menor que yo casi tres años. Me gustaba estar sola con él. Me gustaba que me tomara de la mano, para que me entiendas. Con la experiencia de mi relación anterior, esto pasó porque dos que quieren estar juntos, pueden hacerse novios. Eso, precisamente: los dos tienen que querer.


Esto último, lo sigo pensando.


Él me dio mi primer beso bonito, y me lo dio con mi consentimiento. En la sala. Para empezar, no nos iba a ver mi papá. Y mucho menos mi mamá, porque ninguno estaba en la casa. Y segundo, ¿así debería de haber sido mi primer beso? ¿Con un acercamiento suave, y una caricia? Estoy segura de que sí, y eso me hizo sentir de todo. Especialmente, muchas ganas de ser su novia.


Un sábado me pidió que fuéramos novios, y después de dos años de extrañas experiencias que rayaban entre lo tierno y lo controlador, entre lo dulce y lo tóxico, le dije por teléfono, a larga distancia, que ya no quería ser su novia. Que prefería que siguiéramos siendo amigos. O nada. Me dijo que me esperara a que regresara a León. Que dos años no podían irse por la borda. Le dije que no quería esperarme. Que dos años habían sido bastantes. Lloró y me chantajeó. Él, en un reencuentro posterior, me dijo que yo era cruel y que no tenía corazón. Que toda la felicidad que tenía, la había perdido por mi culpa. Que lo había ilusionado completamente, y que en el momento menos esperado, yo le había robado la ilusión de formar una familia conmigo. Que lo maté, prácticamente…


No tengo el corazón frío, pero aun viéndolo así, seguí inconmovible...


Seguramente no lo ha olvidado, y no sé si ya lo ha superado. No el amor que le profesa a su preciosa hija, sino que saque a colación mi crueldad cada vez que llegamos a hablar, es el signo de que su pasado lo sigue atormentando. A él. No a mí.


Hoy somos muy buenos amigos, y así quiero que sigamos. Lo quiero con mucho de mi corazón, y así quiero que continúe.


Mi tercer novio fue el definitivo, y fue alguien con quien no esperaba estar, aunque, aparentemente, él sí quería estar conmigo desde que nos conocimos. Él era mayor que yo. Pero éste también quedo bien grabado en el libro de mis historias biográficas. Y en las de mi hijo y mi hija. Porque él fue mi esposo y padre de mi hija y mi hijo.


Un día me pidió que fuera su novia, y me tardé muchas horas en decirle que sí. Aunque no completamente convencida. No sabía si éste sí era chicle, y si iba a pegar.


Sí pegó. Un año más otros siete.


Para mí era muy cómodo ser su novia, porque además, éramos compañeros de trabajo. Era algo nuevo para mí tener una relación con alguien que fuera mayor que yo por poco más de cuatro años. Me empezó a gustar estar sola con él. Me empezó a gustar que me tomara de la mano, para que me entiendas. Con la experiencia de mis relaciones anteriores, esto pasó porque dos que no necesariamente buscaban estar juntos, pueden estar destinados a estarlo y hacerse novios. Eso, exactamente: no hay qué forzar nada.


Esto último, lo sigo pensando.


Él me dio mi primer beso maduro, y me lo dio con mucho respeto. Afuera de mi casa. Para empezar, ya no me importaba que nos fuera a ver mi papá. Mucho menos, mi mamá. Y segundo, ¿esto podía considerarse otro primer beso? ¿Con un acercamiento suave, y una caricia? Estoy segura de que sí, y eso me hizo sentir de todo. Especialmente ganas de ser su novia.


Un sábado me pidió que fuéramos novios, y un sábado al año siguiente, me estaba pidiendo que me casara con él. Esto fue inesperado para mí, y casi le digo que prefería que siguiéramos siendo "novios". Pero le dije que sí. Me pidió que fijáramos una fecha, y en 1996, me convertí en su esposa.


Un sábado nos casamos por lo religioso, y después de siete años de extrañas experiencias que rayaban entre lo tierno y lo arbitrario, entre lo dulce y lo absurdo, él dejó este plano y yo dejé de estar casada, para convertirme en una viuda. Le grité a Dios que siete años no eran nada. La Vida me dijo que ya me acostumbraría. Le dije que no quería acostumbrarme. Que siete años no eran suficientes. Lloré y chantajeé. Le dije que si ya sabía que me lo iba a quitar, para qué me había hecho amarlo. Le dije que me había hecho andar un camino que me gustaba caminar, y que no era justo que el camino se hubiera acabado para él. Que yo también morí en vida, prácticamente…


La Vida es fría, y aun viéndome rasgar mis vestiduras, siguió inconmovible...


Obviamente no lo he olvidado, pero claramente lo he superado. Para mí un año de luto fue más que suficiente. La confianza que hay entre mis hijos y yo, además de las discretas relaciones que he tenido aquí o allá, son signos de que eso ya es cosa del pasado. Para mí.


Hoy sólo rezo por él, porque ya no hay más qué hacer. Ya está fuera de mi corazón y mis pensamientos, y así quiero que continúe.


Sus más allegados supusieron que mi estado de luto debería de durar para siempre, y que por ningún motivo debía empezar a buscar relaciones con quien se me pegara la gana, ahora que ya gozaba de la libertad que trae la viudez.


Efectivamente no busqué nada. Todo llegó solo.


Mi primera relación post-luto fue con mi novio número dos. El que corté por teléfono. Nomás que ahora era él el que tenía la sartén por el mango, y procedió a hacer un ajuste de cuentas, pues en ese momento, el que terminó la relación conmigo fue él. La razón era que mi hijo se parecía demasiado a su papá… Háganme el favor. Y después de que me cortó, o mejor dicho, después de que la vida me abriera los ojos de nuevo, aun con un dolorcillo de por medio, más por su aseveración estúpida que por el dolor de volver a perderlo, me di cuenta de que hay una razón por la que la Vida nos dice la primera vez que por ahí no es. Pero ya saben. Terco que es uno, a uno le vale, y ahí va uno de nuevo.


Sin embargo, después de él, he tenido un pequeño, pero significativo, número de inexplicables relaciones, sin compromiso, con algunos hombres que eran tan jóvenes que esperaban ver en mí una mamá. O bien, que anhelaban tener una relación “adulta” hoy con la maestra que hubieran querido atrapar (por falta de un término mejor) ayer. En preparatoria, por ejemplo…


Esos, normalmente unos diez o doce años más jóvenes que la que escribe, eran demasiado jóvenes para ser tomados en serio como parejas sentimentales provechosas.


También he tenido chocantes encuentros con hombres que esperan de mí solo a una compañera de cama.


Esos, normalmente casados o vinculados a alguien más, son demasiado colmilludos para ser tomados en cuenta como parejas sentimentales honorables.


Sin embargo, otras tantas veces, he sido yo la que ha tenido deseos de relacionarse con hombres que nunca vieron en mí a una potencial compañera de vida. Sólo ven a una amiga, una colega de oficina, o una persona más.


Esos, normalmente libres de relaciones, pero atados por sus propios deseos de estar con otra persona que, obviamente, no soy yo, son demasiado ciegos para ser tomados en consideración como parejas sentimentales solidarias.


Aquí me di cuenta de una cosa.


No sé amar en conciencia.

No puedo tener ecuanimidad.

No conozco de medias tintas.

No soporto las largas distancias.

No me convencen las segundas vueltas.


Pero tampoco puedo esconderme del amor.


Siempre he estado rodeada de gente que se atolondra, que sufre, y hasta se humilla “por amor”, o por culpa del amor. Yo también fui una de ellas. Pero no canto victoria.


Pero también he visto gente que se armoniza, que se regocija, y que se vigoriza “por amor”, o en su búsqueda del amor. Yo también he sido una de ellas. Pero no me duermo en mis laureles.


La observación de mi mamá, una noviera serial en sus juventudes, con amores dramáticos a lo largo de su vida, y una esposa (casi) abnegada desde su boda con mi papá, otro noviero en cadena, fue que nosotras amamos demasiado. Nos entregamos demasiado. Nos aferramos demasiado.


Puede ser.


Ciertamente he amado, y he amado mucho. Pero también dejé de amar, y dejé de amar completamente. A veces al punto del desprecio.


Por favor, no me creas una cínica. No soy un témpano.

¡Claro que amo! ¡Claro que sigo amando! ¡Claro que no he dejado de amar!


El amor me gusta. El amor lo siento. El amor lo vivo.


No con un hombre. No con el lujuria. No todavía.


El amor me gusta. El amor lo siento. El amor lo vivo.


Con quien amo. Con las manos. Con la voz. Con el corazón. Con cotidianidad.


El amor que yo vivo hoy, es diferente. También enamora y también acopla. También me hace perder el estilo, pero ganar forma. Como dijo el cantante aquél: "tengo en la vida por quién vivir. Amo y me aman".


¿Quiero tener pareja? No sabría decirlo hoy por hoy. Pero no es algo que me quite el sueño. Lo digo con toda honestidad.


Pero mientras eso ocurre, y por lo pronto, ¡gracias, queridos amigos y amigas, viejos y nuevos, que me colman el alma con su amistad! ¡Gracias a mis amores de juventud que me hicieron buscar la paz que debe traer el verdadero amor! ¡Gracias a mis amores jóvenes que sacudieron mi forma, mi substancia y mi feminidad! ¡Gracias a mis amores platónicos por agregar un pequeño escape de mi realidad en una existencia otrora severa y apolillada! ¡Gracias, queridos seres queridos que me quieren de verdad, con el corazón!


¡Gracias a mí, por emprender el escabroso camino de la búsqueda del amor personal!


¡Gracias! ¡Gracias!¡Gracias al que es la Vida, al Creador de todo y de todos, de quien recibo tanto amor!


Pero ningún amor armonizado, regocijado o vigorizado; ningún amor que sacuda la forma, la sustancia o la feminidad; ningún amor con aparente estilo o con supuesta forma, podrá ser, si no es primero propio.


Esto no lo dijo el cantante ése, pero “amo y me aman, y también amo y me amo”.


Feliz día, mes y vida del amor.

Miss V.

14 views0 comments

Recent Posts

See All

Comments


© 2023 by The Book Lover. Proudly created with Wix.com

Join my mailing list

bottom of page