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Ya un día escribí que tu servidora, desde que recuerdo, me he puesto a cuanta dieta me he encontrado. Algunas de ellas, dietas hechas y derechas, bien aconsejadas por un profesional de la salud. Otras tantas, dietas inventadas, copiadas de alguna revista, o llevadas a cabo por pura fuerza de voluntad. Ninguna de ellas me falló. Junto con algo de ejercicio, todas me ayudaron a lograr el cometido de bajar de peso y, por añadidura, a sentirme y verme mejor, con el ánimo de mi fiel espejo, mi báscula consentidora y mis propios bajísimos estándares.
Hasta hace unos cuantos meses, sin embargo, había llegado a mi punto culmen de gordura y de falta de interés. Ya no me importaba pasarme los fines de semana encamada, enchurrada, y empeliculada, cuando lo único que me hacía moverme era saber que en la cocina había unas botanas preparadas esperándome.
No era mi casa el único lugar que me vio afanada en comer. Fui asidua visitante y clienta consentida de las pizzas del pequeño César, de las hamburguesas de Carmelita, de los tacos de tripa de mi antigua calle, de las quesadillas de chicharrón prensado del mercadito. A veces, una cosa cada tercer día. A veces, todas el mismo día. Además, me jacto de ser una cocinera lo suficientemente buena, con dotes culinarias y gustos tan mexicanamente sofisticados, que era capaz de enseñarle al mundo mis habilidades con la masa, la manteca y los merengues, cada viernes guzgo. Pero sólo los viernes. Aunque cocinara igual todos los días.
En mi recámara había siempre dotaciones de frituras varias, dulces y saladas. Casi todas enchiladas. En el refrigerador, vastos suministros de postres, en presentación comercial y casera. En la alacena, panes y galletas que pudieron perfectamente haber alimentado a una familia de seis por una semana. Pero sólo éramos tres personas viviendo en esa casa, y tres días nada más nos duraba todo.
Ahora bien. No creas que no ingería suficientes líquidos. Siempre he sabido que el agua es vital para subsistir, y claro que tomaba. Pero siempre preferí el refresco de etiqueta roja más famoso del mundo, porque además de “quitar la sed”, el gas hacía lagrimear los ojos de manera muy satisfactoria y dejaba ese saborcito dulce por mucho rato, incluso en los dientes. Dicho esto, no creas que soy una sinvergüenza. También hubo un día en el que, según yo para cambiar mis hábitos, decidí dejar de tomar tanto refresco, y empecé a tomar del jugo de mango más chipocludo de México. Ese que tiene un árbol multifrutal.
Por otro lado, mi actividad física no me preocupaba, porque ni existía. Lo único que llegaba a hacer, más por requisito laboral que por salud, era subir las escaleras de mis varios trabajos a los salones del primer piso. Como dato extra, te informo que estas feas gradas estaban (y siguen estando) tan mal hechas, que ni el más ágil de los alumnos podía subir sin llegar jadeando a su salón, y mentándole la madre a las escaleras. Entonces, sabía que no era yo la que estaba fuera de forma.
Por un buen tiempo pudo más mi auto-abandono que la mortificación de cuidar de mi salud. Yo también, al igual que aquellas personas que juran que estando pasadas de peso por comer en exceso siguen siendo sanas, acogí la idea de la conformidad corporal, con tal de no tener qué abstenerme de nada. Adopté el “así soy, y ni modo” como máxima personal, me ofendí hasta el punto de la victimización si alguien insinuaba o me ofrecía (incluso sin afán de ofenderme) cualquier tipo de comida sana, y concluí que era mejor aceptarme como era, en lugar de sacrificar las carnitas y el tocino.
Entonces comencé a persuadirme a mí misma de que no estaba tan mal. Siempre he sido una ávida caminadora y puedo caminar mucho, casi sin cansarme. Muy de vez en cuando, me atrevía a trotar y podía recorrer como tres metros. Ya las escaleras eran otra cosa. Esas no contaban como ejercicio, sino como una forma de tortura por parte de los arquitectos, y de todo centro laboral, que me dejaban una fea taquicardia que hasta me hacía ver estrellitas.
Tampoco me importaba que la mayoría de mi ropa no me quedara, pues gracias a los pantalones con resorte, ni falta que me hacían los botones o los cierres. Opté por empezar a regalar o guardar en bolsas la ropa que ya no me quedaba, y conservar aquella que escondía la forma de mis redondas carnes. Usaba bufandas en pleno calor, o cubrebocas. Las primeras, necesariamente en el cuello. Las segundas, no necesariamente en la boca, porque no podía respirar, sino también a forma de “bufanda” para cubrir la triple papada que venía manejando en ese momento.
Pero todo estaba bajo control. No había, desde mi muy precario punto de vista, nada de lo cual preocuparse. Personas como yo conocía a muchas, y muchas de ellas habían llegado a vivir más de sesenta años. Entonces, sin problema.
Pero ocurrió que un día, en un caso bastante aislado, alguien a quien yo conocía, alguien que parecía tan sana como yo creía que yo era, había sufrido un ataque cardíaco fulminante. Muy fácil. Seguramente tenía una situación de tipo congénito, pues no estaba, según mi opinión, demasiado pasada de peso. ¿Cuántas personas que se creían sanas tienen males innatos y la muerte los sorprende?
Pero ocurrió que un día, en un caso bastante aislado, empecé a sentir que cuando estaba dormida, una escandalosa apnea me despertaba. No entraba aire a mis pulmones, y no podía respirar. Sin problema. Usar más almohadas era la solución más propicia en muchos aspectos, tanto en lo físico como en lo confortable. Y, mientras más, mejor. ¿A quién no le gusta tener tantas almohadas en su cama que llega uno a dormirse casi sentado?
Pero ocurrió que un día, en un caso bastante aislado, al venir bajando por las mentadas escaleras feas de mi trabajo, me empezó a faltar el aire y me empecé a marear. No pasa nada. Me senté un ratito hasta que se me pasó el mareo, y acepté de manos de una persona caritativa el uso del tensiómetro, y de otra más caritativa todavía, un refresco (dos) de esos que me gustan tanto, por si se me hubiera bajado la presión. ¿Quién no se ha auto recetado con refresco cuando hay problemas así?
Era inminente.
Por más que hiciera oídos sordos, o cerrara los ojos a todo lo acontecido, incluida la sensible pérdida de aquella que conocí; por más que tratara de convencerme a mí misma de que todos esos eran casos aislados; y por más que no hablara de estas cosas con nadie, pesando que así desaparecerían, pronto concluí que todo esto se trataba de la vida, invalidando mis discursos, gritándome en la cara, reprochándome de todas las maneras posibles.
No sé si a ti te haya pasado, y cuántas veces.
Pero a mí, esta fue la primera vez que, por miedo más que por vanidad, decidí darle un vuelco argumental a mi apática historia.
La primera vez que estaba verdaderamente preocupada por mi propio bienestar.
La primera vez que le di la debida importancia a mi salud.
La primera vez que decidí bajar de peso para sentirme bien, no sólo para verme bien. La primera vez que ignoraba las expectativas sociales y los estándares de belleza.
La primera vez que caí en la cuenta de que los cincuenta, si bien podrían ya no ser la mitad del camino, tampoco querría que fueran el final de él.
No fue sólo la inesperada muerte de aquella que conocí, y que me tomó completamente por sorpresa, pensando que eso sólo les pasa a los demás, nunca a una, la que me empujó a la acción.
No fue sólo la feroz apnea que casi me dejó sin respirar no una, sino muchas noches, y la que supuse curada al levantarme y usar mis almohadas, la que me obligó a cambiar el sentido del camino.
No fue sólo la hipertensión que no sabía que tenía, y que casi me hace creer que con una coquita (fría), o incluso dos, se nivelaba cualquier tipo de presión, la que me forzó a salir de mi comodidad.
Fue todo junto. Fue todo eso y más.
Fue el botón que se resistió a entrar en el ojal.
Fue también la foto en la que no me reconocí.
Fue mi deseo por vivir un poco (o un mucho) más que los sesenta.
Y, sobre todo, fue ese momento “eureka” bien orquestado por La Vida, en las formas y tiempos precisos, el que me hizo abrir los ojos de una manera muy súbita, como nunca me había pasado. Como nunca antes había visto o escuchado. O mejor dicho, como nunca antes había querido ver y escuchar.
Hace unas ocho semanas, justamente el día doce de abril, viernes guzgo, fue el día que me dispuse a ver atenta, y a escuchar decidida, lo que la vida me había venido diciendo desde hace mucho tiempo.
Han pasado ocho semanas, y he conseguido que mis taquicardias desaparezcan, he logrado que mis apneas disminuyan, y he alcanzado que la presión regrese a sus proporciones originales de hace casi catorce años.
He perseverado ocho semanas y, contrario a lo que apocalípticamente anticipaba, no me he muerto de hambre ni de aburrimiento; y, además, he perdido seis kilos de una serie de veinte que estoy dispuesta a despedir sin cortesías.
No supongas que no he cedido, tampoco. Comprendiendo la débil naturaleza de mi humanidad, se me han atravesado dos que tres tacos a los que no les hice el feo. Sin embargo, he adoptado un patrón más consistente, y sigo, la mayor parte del tiempo, por el camino correcto. Pues mi cuerpo, tan sabio y experimentado, sabe (y me grita) que está diseñado para estar sano y, sin que ningún doctor me lo diga, él sabe cuál es su estado óptimo. Aunque yo me empeñe en callarlo dándole lo que quiere, no lo que necesita.
Sé que mi relación con la pérdida de peso es algo más que sólo comer y no hacer nada. Me quedó claro desde hace mucho tiempo que es el reflejo del miedo que le tengo a fallar antes de siquiera saber si voy a tener éxito o no.
Comprendo ahora que no es sólo “estar a dieta”, sino cambiar la comida por hábitos alimenticios mejores. No es sólo hacer ejercicio en lo que llego a mi peso ideal, sino continuar trabajando. En mi cuerpo y en mi mente, sí; pero en mi corazón y en mis emociones, también. Me queda claro que mi relación con la comida es (y tal vez siga siendo) una de amor-odio, que llena mis varios vacíos emocionales. Pero estoy decidida a tener lo mejor de los dos mundos: el equilibrio emocional y la satisfacción física.
Indiscutiblemente abro los ojos al hecho de que me he estado saboteando por mucho tiempo. Pero se acabó. Desde este momento dejo de tener miedo. Aunque hay cierto tipo de calma al hacer lo que estoy acostumbrada a hacer, sin cambios ni alteraciones, sin preocupaciones ni incomodidades, siempre será necesario que viva (o padezca) ciertas experiencias para poder abrir los ojos a la realidad, antes de que sea demasiado tarde.
Y tal vez, sólo tal vez, éste sea el principio de otros cambios.
Con seis kilos menos por ahora,
Miss V.
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